Soy yo, Casandra. / Y esta es mi ciudad bajo la ceniza.

Wislawa Szymborska

Todo lo necesario, ha dicho Christine Lagarde. Otra vez como en verano de 2012 la Unión Europea ha quedado reducida a poco más que esa osamenta para la movilización de recursos monetarios que es el Banco Central Europeo. En lo restante, un yermo político, una vez tomada la decisión por parte de la Comisión Europea de respaldar el cierre de fronteras interiores, que paraliza el gran logro del espacio único de residencia alcanzado en Schengen, y de clausurar a cal y canto las exteriores. El coronavirus es un problema europeo de puertas hacia fuera. Pero hacia dentro es un problema de país por país. Estrictamente. El ministro de exteriores italiano, Luigi Di Maio, lo decía con patetismo hace unas pocas semanas, cuando la pandemia solo afectaba en Europa a ese parterre que hay entre los Alpes y el Lacio y todos los demás, incluido quien ahora escribe estas líneas, lo veíamos muy distante. "Europa nos está abandonando a nuestra suerte y si el coronavirus para a Italia, Europa se muere".

Lo que ha venido después tampoco es alentador. Alarma y solicitud de ayuda en los países más afectados, sobre todo los del Sur. Descreimiento y pliegue hacia dentro en los del Norte. E irrelevancia de la Comisión Europea. El corazón político de la Unión vuelve a carecer del músculo necesario para imponer su voz sobre la de unos socios nacionales que hacen acopio de sus recursos económicos, sanitarios y de seguridad pública. Con poca intención de compartirlos. La eurocracia no tiene, en realidad nunca ha recibido, un mandato político lo suficientemente fuerte como para obligar a hacer a los socios nacionales. Pero tampoco tiene la capacidad de liderazgo simbólico que proporcionaría el reconocimiento de las caras de quienes habitan el barrio Leopold de Bruselas por parte de los ciudadanos europeos. Al fin y al cabo, ¿quién es capaz de poner nombre al rostro de Ursula von der Leyen?

La crisis del coronavirus es la cuarta que sufre el proyecto europeo en poco más de una década. Las tres primeras lo han hecho tambalear. No se ha respondido adecuadamente a ninguna de ellas. Ni a la crisis financiera internacional de 2008, con su particular manifestación de sufrimiento traducido en desempleo y austeridad en los países de la periferia sur del euro. Ni a la crisis de los refugiados sirios, todavía aparcados en campos de internamiento en Turquía y que sigue cobrándose víctimas vergonzosas en las costas europeas. Y todavía más cerca, tampoco a la crisis del Brexit, que ha probado que la europeización tiene marcha atrás y que es posible abandonar la casa común de Robert Schuman y Jean Monnet de la mano de la renacionalización del sentimiento político.

La cuarta crisis, que es la del coronavirus, puede ser terminal para la Unión Europea, si las autoridades comunitarias no consiguen presentarse ante los ciudadanos como un instrumento útil para coordinar la respuesta de los Estados miembros. No es sencillo hacerlo. A contrarreloj y de nuevo enfrentando la parálisis y el bloqueo. Desde las grandes iniciativas de las décadas de los ochenta y noventa, con el Mercado Común, el programa Erasmus, la libre circulación y residencia de personas o el euro, la integración se ha ralentizado. Dicen quienes temen por ella que Europa es una bicicleta. Si no avanza llevando sobre el sillín a todos sus ciudadanos en un proyecto común e integrador, se cae.

El Banco Central Europeo, presidido por Christine Lagarde (ella sí es una cara más reconocible), ha anunciado un cañonazo de 750.000 millones de euros dirigidos a la compra directa de la deuda emitida por los países afectados por la pandemia, que se suma a un primer programa de 120.000 millones. En total, algo más del 7,3% del PIB de la zona euro. La medida pisa las huellas de la tomada por Mario Draghi en plena crisis del euro, de la misma forma que la presidenta de la institución ha parafraseado a su predecesor en la forma de anunciarla: "se hará tanto como sea necesario y el tiempo que sea necesario". Pero caben dudas de si esta vez el estímulo de liquidez será suficiente. En ausencia de una coordinación decidida de las políticas fiscales y de los planes nacionales de rescate, la liquidez puede lograr un alivio momentáneo en las bolsas y en los mercados de deuda, pero difícilmente bastará para evitar la entrada en coma de la actividad económica. Las solicitudes de inversiones directas -un nuevo Plan Marshall- y de emisión de coronabonos que han efectuado España o Italia han chocado con la ortodoxia del Norte europeo. La fallida cumbre europea del jueves 26 de marzo es un buen ejemplo de ello. El plan anticrisis de la Unión deberá esperar todavía dos semanas. Y eso, en la circunstancia actual, es demasiado tiempo.

Europa debería servir para algo más. Debería, por ejemplo, articular la capacidad de su industria sanitaria y aunar sus recursos de investigación para garantizar el abastecimiento de todos los materiales básicos de atención hospitalaria y de protección personal, como respiradores, mascarillas o guantes, que serán necesarios a lo largo de las próximas semanas. Quizás a lo largo de los próximos meses. También para que una eventual vacuna contra el virus COVID-19 llegue lo antes posible. Los esfuerzos nacionales, incluso los que puedan llevar a cabo individualmente los países más grandes, como Alemania o Francia, serán baldíos a medio plazo y contribuirán a abrir más brechas. La Unión Europea pudo soportar salir de la crisis de 2008 con mayor desigualdad económica Norte-Sur. Difícilmente va a soportar la misma desigualdad en los balances de infectados y de muertos.

Casandra, hija de Príamo de Troya, anunciadora de guerras, pestes y catástrofes varias. El peligro no viene dentro de un caballo sino en una tos y de nada sirve cerrarle las puertas. ¡Qué difícil es ahora mismo pensar que esta Europa pueda vencer tus oscuras promesas!