Para una gran mayoría de cargos públicos municipales, ocupar la alcaldía de su pueblo o de su ciudad es la culminación de toda una carrera política. Lo máximo a lo que aspiraban. Y lo máximo a lo que querían llegar aunque luego pudieran tener una puerta abierta para dar el salto a la administración autonómica o del Estado. Un sillón en el hemiciclo de las Cortes Valencianas o en Madrid, ya sea en el Congreso o en el Senado, suele ser más una salida que un verdadero ascenso. La culminación a largos periplos de políticos que, una vez acaba la etapa municipal, suelen estar de vuelta de casi todo. Lo importante ya quedó atrás. Nada como la Alcaldía.

Alcanzar por tanto ese gobierno municipal es la cima para una gran porción de los que se dedican a la actividad pública. Permite estar en contacto con el pueblo de cada uno a la vez que facilita responder sin intermediarios y con próximidad a los vecinos, a la gente que conoces de toda la vida, con un enorme poder que tiene efectos directos sobre los que te rodean. Casi nada. Y esa tentación de creerse una suerte de Rey Midas se convierte en un doble peligro en el que a veces caen algunos alcaldes. Un peligro que, además, crece a medida que se cumplen años con la vara de mando. Primero. Considerar que se puede llegar a tener un poder casi ilimitado que permite actuar por encima del bien y del mal. Y segundo. Asumir un rol presidencialista, en ocasiones, trufado de un tono tan paternalista sobre la propia gestión municipal que conduzca a ese primer edil a alejarse por completo de la realidad que surge cada día.

Hasta que estalló la crisis del coronavirus, los regidores municipales reclamaron, con toda la razón y el derecho del mundo, que el Gobierno de España, primero con el PP de Mariano Rajoy y luego con los socialistas de Pedro Sánchez, les pudiera liberar el dinero que habían ido «ahorrando» por obligación para cumplir con las reglas de gasto impuestas en la última crisis económica. Y fueron juntando, monedita a monedita, una «hucha» de proporciones astronómicas. Sólo en 2019, el superávit llegó a cinco mil millones en toda España, 525 en la Comunidad Valenciana y unos 180 en Alicante. Pero el acumulado «histórico» de años y años de limitación en el gasto sumó 28.000 millones en el conjunto del Estado, más que el presupuesto de la Generalitat de todo un año. De esa cantidad, unos 4.000 millones corresponden a la Comunidad y casi 1.600 a municipios de la provincia.

Pero la actual emergencia histórica cambia por completo esa reivindicación legítima que podían tener las entidades locales. Con todo el sentido común, el Gobierno está buscando una vía para poder utilizar ese dinero en un momento en el que se necesita máxima liquidez. Por dos motivos: atender esta alerta sanitaria y las medidas económicas que alivien la sangría que sufren los ciudadanos. Es evidente que el Gobierno y la Generalitat son los que ostentan las competencias en esas materias. Y son los que deben disponer de los mayores recursos posibles. La oposición de los alcaldes a ceder ese fondo salvo que lo gestionen ellos mismos no está a la altura del momento. El dinero no es de los que ostentan la vara de mando. Es de los ciudadanos. Poner trabas a esa decisión nada tiene que ver con el interés general. Esta crisis también es de los municipios. Y a los que no lo entiendan así, como ya ocurre con Europa, la ciudadanía les pasará factura. Allá cada cual.