Una madre me escribe: "Ayer, mi hija de cuatro años y yo vimos por la ventana a un señor en un jardincillo jugando a lanzarle una pelota a su perrito. Un buen rato estuvo el can corriendo de un lado a otro. Mi hija me comentó que ella también quería bajar a jugar al balón. Le dije que no podíamos. Me preguntó por qué podía el perrito y ella no". La madre, comprensiva y preocupada, no supo qué responder a la sensata pregunta de su hija. La mayoría de los adultos y los poderes públicos ni siquiera se pararían a escucharla. A los más pequeños, ya se sabe, se les habla mucho y se les escucha poco. Antes de esta pandemia, la infancia no existía; ahora, menos. Es significativo que infancia venga de una palabra latina que significa "el que no habla", "el que no tiene voz". Los "sinvoz" siempre han sido invisibles para los poseedores de la palabra. Aunque ya empiezan a percibirse caras de esa "tribu" tras los cristales. Antes, lo que había eran unos seres de tamaño más bien pequeño. Se les podía ver por las calles poco después del amanecer con los ojos todavía turbios por el sueño. Solían ir encorvados por el peso que portaban sobre sus espaldas. También podía vérselos dentro de la vorágine del tráfico, embutidos en esas grandes latas de conserva rodantes que son los autobuses. En ocasiones, con el fin de que se movieran sin parar, y para su distracción, se les llevaba a espacios de entretenimiento muy parecidos a las jaulas de los hámsteres. Y se les aplacaba la gran energía que poseían con hipnóticos dispositivos electrónicos que reducían a la mínima expresión su intensa actividad. Aquellos seres se llamaban€ escolares. Ahora, al tener que estar encerrados en sus casas, se ha querido reforzar esa condición centrada en la enseñanza poniéndoles clases y deberes telemáticos. Hasta la televisión se ha sumado a ese reforzamiento con algunos tediosos programas que entorpecen el deseo de aprender, como también me contó otra madre. Pero, de repente, el encarcelamiento sin fianza ha mutado a esos escolares: los ha convertido en€ niñas y niños. Pero, tranquilos, no se alarmen. Esa metamorfosis no es grave. Lo que ocurre es que para que sean de verdad niñas y niños, porque así se lo exige su naturaleza, deberán poder ejercer la actividad que los define: jugar. Jugar es el oficio fundamental de la infancia, es lo más vital y lo más serio que pueden hacer. El juego no solo les aporta diversión y placer, el juego es una inagotable fuente de aprendizaje. Jugando hacen amigos, establecen reglas de común acuerdo y tratan de resolver las diferencias que surgen entre ellos, a la vez que les ayuda a resolver conflictos internos. Así pues, propiciar que los niños y las niñas jueguen es favorecer su buen estado de salud física y mental. El juego es el mejor psicólogo para la infancia. Por todo lo que la infancia significa, solicito a los poderes públicos que se esmeren muy mucho en difundir la saludable necesidad de jugar, no solo de estudiar; y que les faciliten formas de juego seguras que, pidiendo la Luna, ojalá fueran al aire libre; pero si no se puede, hagamos lo posible para que sigan viendo crecer el mundo con sus ojos nuevos, sin la maleada visión adulta. Piensen cómo hacerlo, busquen la manera, o mejor, busquémosla entre todos. No permitamos que esas flores que acaban de brotar se mustien en sus casas. Algo no estamos haciendo bien cuando se piensan y se comprenden las necesidades de los perros y no se piensan ni se comprenden las necesidades de las niñas y los niños. Atendamos a nuestros ciudadanos y ciudadanas más pequeños. Tienen derecho a vivir plenamente su infancia por encima de la adversidad. Y, cuando salgamos de esta tremenda situación, procuremos, por todos los medios, que sigan siendo niñas y niños.