Cuando éramos niños un apagón reunía a toda la familia y recuperaba las velas que había guardado la abuela en la despensa, pegadas a un plato, o las palomillas de Todos los Santos. El televisor volvía a ser un vidrio vulgar. Este es un apagón diferente, una especie de bucle surrealista en el que ya solo falta un grupo de ovejas cruzando el salón camino de la Serra del Porquet o todos los autos atrapados de la Autopista del Sur. El mundo vive hoy en la República Purgatorio, donde miles de héroes y heroínas pelean a brazo partido para tratar de taponar la vía de agua de la ola de gente que nos falta para siempre cada mañana, esperando que de nuestros dedos no se escurra el agua de vidas humanas como se escurre lentamente en el lavabo después de frotarnos minuto y medio.

Pero no todas las familias están unidas en este confinamiento. El Estado de Alarma ha separado familias como un muro de Berlín: ha roto custodias compartidas, ha hecho añicos visitas de tarde, meriendas en parque, recogidas para los entrenos, comidas en casa de madres y padres, sobremesas de siesta rápida y lleva cuidado con el coche.

Cada mañana, como a tantos, el móvil me notifica el número de personas que nos han dejado para siempre sin poder despedirse. Cada mañana me despierto y me siento sobre la cama esperando que la cifra sea menor: 462, 514, 738...Y cruzando los dedos para que mañana sean menos que los últimos 655.

Reconozco que vivo hace añares con poca esperanza y menos convencimiento en algunas cosas. Pero cuando uno lee esas pequeñas historias de enfermeros, médicas, cuando a uno le comparten ese vídeo donde la maestra se pasa horas en su salón explicando un sintagma verbal y no ceja por mucho que sus nuevos alumnos binarios sigan siendo los mismos viejos gamberros atómicos, uno no tiene más remedio que seguir creyendo que podemos progresar adecuadamente como país.

Podemos progresar sobre todo si caemos en la cuenta de que cuando todo falla nos queda nuestra sociedad, esa que defiende el bien común poniéndose del lado de los hospitales públicos, de la educación pública, de toda res publica, de cada función pública a la que contribuir en la medida de nuestras posibilidades para poder seguir siendo lo que somos los españoles ante las mayores tragedias: solidarios y guasones.

Afortunadamente, en estos días de confinamiento veo que este país no le han cambiado las crisis y no le faltan mediocentros polivalentes que salgan en el tiempo de descuento para tratar de arrancarle un punto al campeonato de la vida mediante el sentido del humor.

Esto pasará. Tengo la certidumbre de que la pandemia no nos cambiará demasiado y que en nuestra política los desprendidos persistirán en su tozudez de serlo lo mismo que los narcisistas aumentarán aún más su dosis de egocentrismo. Sé que nos costará recordar que Olivia, Luis, Alfredo, Marta, Encarna y otros que sumarán infelizmente miles ya no estarán para hacernos ver la fragilidad sobre la que edificamos nuestras vidas en común. Buscaremos un lugar para honrarlos, atornillaremos una placa en alguna escultura con las mejores intenciones y al verla detrás de la ventanilla recordaremos los tiempos de confinamiento y volveremos al presente afortunadamente inmune a la Covid-19.

Esto pasará. No tengo demasiada esperanza en que nos demos cuenta de para qué inventamos el Estado, pero me lo recordaré y lo contaré cada día mientras sea un servidor público. Como lo hice antes de serlo, también lo haré cuando ya no lo sea. Es muy sencillo: al Estado lo inventamos para poder ir un día a casa de nuestra madre en transporte público, para recoger a nuestro hijo y llevarlo al entreno de una escuela municipal deportiva, para llevarle un ramo a la amiga que recién parió ayer sin complicaciones ni factura en el hospital, para darle un kleenex en el TRAM al abuelo que se puso perdidas las manos con el helado de su nieto, para sentarnos en la pequeña silla del colegio público en la primera reunión de padres, para desearle a tu vieja amiga que todo saldrá bien en tantas radiografías como necesite, para darle la enhorabuena en el ascensor a la joven policía local por su plaza conseguida, para hacernos un selfie con nuestra sobrina graduada gracias a una beca, y para tantas otras cosas que nos constituyen como comunidad, como sociedad que aspira a protegerse siempre ante las pequeñas y las grandes desgracias colectivas presentes y futuras.

Ojalá nos demos cuenta de ello. Es lo único que me anima a ponerme en pie cada mañana y seguir sirviendo a esta ciudad. Con la esperanza y el convencimiento de una víctima menos y un agradecimiento más.