Cuánto tiempo sin asomarme a esta ventana, prácticamente desde antes de llegar a esta situación tan atípica como insólita. Desde que se decretó el estado de alarma, la escritura es una forma de compartir reflexiones, inquietudes y por qué no decirlo, temores. Mis familiares y amigos saben de mi buen dormir. Sin embargo, desde hace unos días, mis ojos se abren, como si de un resorte se tratara, sobre las 5 o 6 de la mañana y empiezo un duelo con mi mente. A esas horas, ella está especialmente lúcida y me regatea y hasta me mete algún que otro gol. Supongo que es una reacción normal ante el tsunami que vivimos, ante la preocupación que nos suscita una situación que sólo habíamos visto en la ficción. Es una reacción ante la incertidumbre a la que nos enfrentamos y no lo digo sólo desde el punto de vista de la propagación del coronavirus, porque cada vez son más las voces que anuncian que después de frenar y controlar la pandemia, habrá que llevar a cabo una reconstrucción económica, social y emocional. Y no será fácil.

Siempre he sido una persona sensible -vamos, lo que se dice llorona-, pero últimamente estoy batiendo mi récord. Padezco con el personal sanitario que está literalmente entregando su vida y poniendo en peligro a sus familias por ayudar al prójimo. Me emociono con ese ejército sin armas que desinfecta calles y edificios públicos y con las quedadas de policías y bomberos aplaudiendo en las puertas de un hospital. Ya no volveré a ver a una cajera o a un reponedor de supermercado con los mismos ojos. Nunca más. Los camioneros son mis nuevos héroes. Sin duchas ni aseos ni posibilidad de comer caliente porque los restaurantes de carretera han cerrado. Si tenemos algo que echar al carro y al puchero, es gracias a ellos. Y qué me dicen de esas mujeres y hombres que, desde cualquier rincón del país se han puesto a confeccionar ese preciado bien que son las mascarillas. Os confieso que no tengo mascarillas, ni quiero mientras quede un sanitario sin la suya. Mi escala de héroes y heroínas ha variado considerablemente, otros que antes tenía como tales, no sobrepasan ahora la condición de villanos. Y es que la talla de una persona se mide por su comportamiento en situaciones extremas como la que estamos viviendo. Cuántas muestras de solidaridad estamos viendo y cuántos superhéroes y superheroínas anónimas. Nos van a faltar premios, medallas y balones de oro que conceder.

Sin embargo, no lo voy a ocultar: a veces siento miedo. Tengo miedo por los míos, tengo miedo al dolor ajeno, tengo miedo que este virus saque lo peor de la especie humana. Pero no por ello voy a gritar más alto ni me voy a dejar llevar por la ira ni voy a traicionar mis valores, esos valores que hemos construido con esfuerzo de manera transversal. El miedo incontrolado nos lleva a vaciar estanterías, aunque luego hagamos siete tablas de gimnasia para no ganar peso; el miedo nos lleva a «yo primero» y a la ley del «sálvese quien pueda». El miedo nos lleva a abandonar a niños y ancianos por el mero hecho de haber contraído el virus algún familiar. Me han contado cosas terribles que ocurren a diario en cualquier departamento de servicios sociales que no puedo ni debo contar. Hay mucha gente buena que entrega su vida por los demás y muchos desalmados que hackean la web de un hospital, dan pábulo a bulos e informaciones sin contrastar para sembrar el pánico, que intentan sacar tajada económica de las mascarillas y otros productos de higiene básica o pretenden sacar tajada política de esta situación inimaginable que ha dejado al descubierto sectores muy castigados como el de la sanidad pública. El miedo, a veces, no nos hace mejores. Pasa en el ámbito social y sanitario, pasa en situaciones de violencia extrema o de marginación, especialmente en la violencia que se ejerce sobre la infancia o las personas mayores.

Leo que Aristóteles nos enseña que la valentía no consiste en otra cosa que, en aceptar el miedo, conocerlo y no dejarse llevar por él. Es un enemigo a reconocer y a dominar. Cada mañana saco fuerzas para no dejarme arrastrar por él, porque el miedo debería hacernos más solidarios, más generosos, debería reforzar la unión de lo común y apelar a los vínculos y a los afectos. Cuídense, cuidémonos del virus y de sus efectos nocivos.