Supongo que alguien estará planificando los escenarios previsibles para el día después. Supongo, digo, porque desconfío de quienes se han limitado a transmitir unos mensajes de tranquilidad que, a la vista del parte diario de bajas, ya dejaron de ser mínimamente convincentes. No hay otra que esperar a que pase la tormenta, pero la situación produce cierta sensación de déjà vu. Hace apenas una década que tuvimos que afrontar circunstancias similares, aunque entonces no fuera un virus sino Lehman Brothers quien acabara por aguarnos la fiesta. Si una ventaja nos aporta el pasado es que basta con mirar atrás para poder orientarnos; lo malo, indudablemente, es que las decisiones la adoptan los humanos. Y no siempre los más avispados, por cierto.

La sociedad española saca fuerzas para responder al bofetón con el que cada mañana nos despierta el jodido coronavirus. Recobrando el popular «Resistiré» del Dúo Dinámico o con mil y una ocurrencias para arrancar una sonrisa, vamos desarrollando una resiliencia que aún se antoja débil para la que nos espera. Pero avanzamos y de eso no hay duda. Somos grandes. Otra cosa es saber qué diablos están haciendo los responsables públicos, más allá de asistir impávidos a una catástrofe que evidencia su creciente ineptitud. Tiempo habrá para exigir responsabilidades que deberán llegar más allá de las estrictamente políticas. Porque, no lo duden, algunos tendrán que rendir cuentas de unos comportamientos que rayan en lo criminal.

No me tilden de alarmista, que es Pedro Sánchez y no un servidor quien insiste en que lo peor aún está por llegar. Cierto es que, al menos en esta ocasión, dice la verdad. Lo advirtió antes de decretar el estado de alarma y lo repitió siete días más tarde, cuando su predicción de 10.000 contagios en una semana ya se había cuadriplicado. Fracaso a la hora de predecir el escenario a corto plazo -no será por falta de modelos en los que basarse- y caos en la gestión de un material sanitario que tarda en llegar y se distribuye sin ton ni son. Solo faltaba la incontinencia verbal de la consellera de Sanidad, Ana Barceló, responsabilizando a los médicos de sus propios contagios. De poco sirven las disculpas. Ni ofendidos, ni molestos; simplemente, estamos hartos.

Tarde o temprano, el bicho se irá. Pero, ojo, dejará tras de sí una recesión económica que, como advertía la directora del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, será igual o peor que la sufrida en 2008. Ya conocemos el escenario o, cuando menos, la aproximación que nos ofrece el recuerdo de la última crisis económica. Por eso hay que aprender de los errores, empezando por los aspectos que no fueron atendidos en aquellos momentos. Más allá de las medidas de asistencia a los contagiados y de las promesas en el terreno social, se echan en falta las acciones que permitan afrontar la crisis de salud mental que nos acecha. Es el efecto colateral que suele olvidarse en cada catástrofe humanitaria. Y esta lo es.

La resiliencia no puede darse por existente con simples consejos, slogans y algún que otro librito de autoayuda. Por muchos hashtags que se difundan en las redes, la población sufre -y seguirá sufriendo- las consecuencias psicológicas de la pandemia. Y, como les decía, nada se habla de ello. Las previsiones apuntan hacia un mantenimiento de los factores de estrés que, como el miedo, la incertidumbre o la desconexión social, dejan mella en cada uno de nosotros. A diferencia del cataclismo del 2008, en esta ocasión llegaremos muy tocados al inicio de la recesión económica. Saldremos de la crisis sanitaria para entrar, sin solución de continuidad, en el descalabro económico y social. Difícil será mantener la mente indemne sin una política de salud mental acorde con la situación. Sin embargo, han vuelto a olvidarse.

Les sitúo con datos. Los estudios realizados en pandemias recientes, estiman que el 30% de las personas que estuvieron en cuarentena presentaron estrés postraumático o depresión. Otro tanto ocurre con el personal sanitario, un grupo de especial riesgo en el que cerca del 50% llegó a presentar algún tipo de afectación psicológica relacionada con el estrés. No es preciso insistir en que la situación generada por el nuevo coronavirus es más intensa y prevalente y, en consecuencia, cabe esperar cifras sensiblemente más elevadas. Añadan la afectación de la población general, en términos de ansiedad, depresión, somatizaciones, o abuso de alcohol y otras drogas. Razones hay para tomárselo en serio.

La respuesta a la crisis sanitaria exige contemplar estos efectos colaterales en la salud mental. Así lo hizo el gobierno chino, aunque este detalle no haya sido difundido en el mundo occidental, pero sí reiteradamente comunicado en revistas científicas de prestigio como The Lancet. Habrá que preguntarse quién cuida de la salud mental de ese personal sanitario ante el que los políticos se deshacen ahora en interesados elogios, pero siguen manteniendo al pie de los caballos. O cómo se está ayudando a los enfermos y a sus familiares a afrontar el estado traumático y la angustia que acompañan al contagio. Y, por supuesto, reflexionemos sobre la falta de refuerzo a la atención a la salud mental de una población que, en su conjunto, sufre un estado de estrés previamente desconocido para la mayoría. Por el momento, los responsables sanitarios olvidaron considerarlo.

Les decía que hay que recordar la crisis del 2008 y sus efectos sobre la salud mental de la población. Ya conocíamos entonces la relación entre el desempleo y el suicidio, así como de distintas enfermedades psiquiátricas como la depresión, los trastornos de ansiedad o el alcoholismo. En nuestro propio país, distintas investigaciones demostraron que estas patologías se duplicaron en España durante la crisis económica. Así pues, contamos con suficiente información de lo que podemos encontrar en un futuro próximo, en especial con esa previsión de más de 2.000.000 de parados como resultado de los ERTEs. Sin olvidar, por otra parte, que gran parte de la población ahora más vulnerable corresponde a quienes ya fueron afectados en aquellos momentos. Un colectivo que, por sufrir una re-experimentación de acontecimientos traumáticos, va a exigir mayor necesidad de atención. Por cierto, aquí no será precisa inversión alguna; solo capital humano. No hay excusa.

Ahí lo dejo. Eso sí, cuando el temporal amaine y tengamos que lidiar con lo que venga después, líbrenos Dios de tanto inútil. Ya sobran.