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Próximo final

Sobre los cambios que podemos esperar de esta emergencia

En el escaparate de una tienda un cartel avisa: "Próximo final". No es un anuncio apocalíptico, solo anticipaba el término de unas rebajas que quizá nunca acaben. Viene a sumarse a los reclamos del Día del Padre que superan su fecha de caducidad en comercios ahora lúgubres por el cierre y sirven de recordatorio a que cuando esto estalló casi todos mirábamos para otro lado. La propagación del virus rompe pautas de vida, pero, más allá del encierro, acaba con lo que terminamos por asumir como la forma natural del tiempo. Frente a la instantaneidad cuya pérdida tanto desasosegaba ahora estamos a merced de algo cuyo efecto sufrimos en diferido. Salvo las muertes, lo que reflejan los balances sanitarios de cada día ocurrió hace ya una semana y quienes lo contabilizan tienen algo de astrónomos que captan la luz de una estrella, que cuando llega ya es antigua. El mal creciente dinamita nuestra seguridad en un conocimiento que, aun siendo muy solvente, queda desbordado por un elemento nuevo, impredecible, que multiplica las incógnitas y deja al descubierto nuestra vulnerabilidad. Ignoramos lo que vendrá y, confinados en nuestros miedos, echamos a rodar el propósito de salir de ésta cambiados, de mutar nosotros con el virus, lo que es toda una concesión de confianza al futuro. La historia humana está hecha de olvidos que obligan a dudar de esa enormidad de buenos propósitos que se acumulan en este engañoso estado de reblandecimiento general. En los primeros compases de la crisis de 2008 algunos apostaron por un cambio sistémico inevitable. Nunca existió tal cosa y los efectos lacerantes de aquella debacle resultan todavía muy perceptibles, tanto que quienes más van a sufrir este nuevo embate son los mismos cuyas vidas quedaron arruinadas entonces y sin posibilidad de recomposición. El virus se ceba en un organismo social debilitado, su hábitat perfecto. Nuestra mayor capacidad de resistencia está en los instintos elementales y en los hábitos adquiridos, incluida la ideología, que nos constriñen en un aislamiento mental más fuerte que el físico. Los chamanes que en Madrid intentaron una privatización de la sanidad -que, cómo sería, paralizaron los jueces- retornan como asesores ante el estado de emergencia. En Cataluña, al anhelo de fronteras ahora se le llama confinamiento. Solo son dos ejemplos de inmutabilidad en lo público. En la esfera más privada, resulta dudoso que la quietud impuesta haya convertido en lector a quien ya no lo fuera antes. Cuando Pedro Sánchez infantiliza a la audiencia con esa retórica belicista y alaba el coraje de los que se quedan en casa obvia que, en contra de tanta épica, el impulso básico para confinarse es el miedo. Atropellar al vecino con el carrito de la compra para llegar antes al papel higiénico, una escena que hemos visto estos días, no tiene nada de acción valiente. En "De rerum natura", Lucrecio describe "el desasosiego y el pánico" que, en el siglo I a.C., se adueñaron de Atenas en un episodio de peste. Esa reacción primordial es el vínculo entre lo que ahora nos ocurre y otras epidemias del pasado, el resto admite pocas comparaciones. Nunca en democracia estuvimos tan a merced del Estado como ahora. Lo que para unos pueda representar una forma de protección -a cambio de la que aceptan restricciones de movimientos y privaciones del aliviadero del consumo que, de otra forma, nunca acatarían- alienta el temor liberal a que ese Estado haya regresado de forma abrupta para quedarse. Casado, que tiene más confianza en la política que en el ciencia, insiste en dejar al margen el debate entre lo público y lo privado. Tiene razón: esa cuestión resulta ociosa porque, como no podía ser de otra manera, está resuelta por la vía de los hechos. Hay que aprender a convivir con la paradoja de que la única certeza consiste en que todo es imprevisible, un escaso asidero. Resulta probable que asistamos al final de algo, pero todavía no sabemos de qué.

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