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Daniel Capó

Un orden doméstico

Hay un orden doméstico que sale a la luz en estos días de confinamiento. No porque no existiese antes, sino porque la agitación del día a día hacía que no nos fijásemos en él. A estas horas del domingo por la tarde, mi hija mayor conversa por FaceTime con una amiga de Florida. Mi hijo menor está en el sofá leyendo cómics de Álix el intrépido, un equivalente belga -con su característica línea clara- de nuestro legendario Jabato; aunque quizás fuese más correcto decirlo al revés. Mi mujer hace una tabla de ejercicios y yo preparo un caldo de pollo mientras escribo estas líneas en la cocina. Los partes médicos son tranquilizadores: algunos amigos han caído, pero parece que se recuperan rápido. La mayoría sencillamente siguen confinados intentando adaptarse a sus nuevas rutinas. Plataformas como Zoom, Youtube o Edmodo facilitan el trabajo escolar o la comunicación laboral. De repente, el fenómeno del homeschooling se ha normalizado, como sucede en tantos otros países, al igual que el teletrabajo. Quizás algunas cosas cambien -es probable que muchas-, pero la habituación curiosamente es rápida. Se trata de una característica humana que no ha variado a lo largo de los milenios: hemos sobrevivido como especie gracias a nuestra enorme capacidad de adaptación a los cambios y a medios muy adversos. Esta es también una lección del darwinismo.

Al llegar la noche, nos disponemos -palomitas en un cuenco- a ver en familia algún documental de la BBC. Los de Mary Beard sobre la antigua Roma ya los vimos. El profesor Jordi Serrallonga nos recomendó en Twitter los dedicados al antiguo Egipto y mi amigo el historiador Jaume Claret, los de David Attenborough. Anoche vimos el primero -sobre los océanos- de la serie Planeta Humano, dedicado precisamente a la simbiosis entre las dificultades que presenta la naturaleza y nuestra respuesta cultural. Hoy el segundo documental de la serie, que trata sobre los desiertos: un territorio extremo donde la lucha por el agua y la comida es a vida o muerte. Y donde el hombre, a pesar de todo, sobrevive incluso en las peores circunstancias, con sequías extremas -en Atacama, por ejemplo-, con tormentas de arena, con fríos glaciares...

A medida que se alargue el confinamiento acudirán nuevos miedos. El del trabajo será uno de ellos indudablemente, ya que nadie sabe con qué se encontrará el día en que el mundo vuelva a la normalidad. Algunas empresas habrán desaparecido, otras necesitarán respiración asistida, otras se habrán enriquecido aún más. Sin embargo, el deseo de regresar a lo habitual va a ser mucho mayor que las heridas ocasionadas. En pocos años, seguramente, nuestros sueldos se habrán recuperado y las empresas ganarán dinero de nuevo. El planeta será un lugar distinto y sin duda habrá ganadores y perdedores, pero globalmente estaremos mejor que ahora. E incluso con un poco de suerte las ideologías perniciosas que ha corroído el cuerpo social dividiéndolo, socavando su cohesión, habrán regresado a ese Hades del que nunca debieron salir. Ayer sábado me llegó al móvil el mensaje que lanzó a sus accionistas, trabajadores y clientes el presidente de la cadena hotelera Marriott: un hombre enfermo de cáncer que, con la circunspección de un Eisenhower, reconocía las dificultades que enfrentaba la compañía y los enormes sacrificios que tendrían que realizarse, pero garantizaba un futuro mejor. Y esta es también la historia de la humanidad: no apocarse ante las dificultades, no eludir la responsabilidad. Y no lo haremos.

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