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El indignado burgués

Alrededor de una hoguera

No sé coser mascarillas y tampoco llegué a iniciar la carrera de Medicina. En realidad, según los míos sé hacer pocas cosas útiles (gracias por el apoyo). Así que mis posibilidades de ayudar en esta crisis son escasas, más allá de a lo que dedico mi improductiva vida (de nuevo gracias, eso me ayuda y me fortalece interiormente), esto es: la literatura, cine, series, algo de música y contar cuentos. De mis lejanísimos estudios de antropología sé que el ser humano se desarrolla como tal a partir de los cuentos alrededor de una hoguera. Ahora estamos en eso y no digo que vayamos a volver a la Edad de Piedra, al menos mientras existan las redes e internet, inventos del Diablo pero que ahora nos ayudan a no desesperar.

O no. Porque he decidido huir personalmente de la cuenta de «minuto y resultado» tal que el fútbol. Es más, puedo prometer y prometo que no mencionaré ni por un momento al bicho en estos cuentos, solo faltaba huir de la sartén para caer en el cazo. Del invento maligno que es la globalización quedan para estos momentos las series y Spotify y millones de libros que leer, cuanto más gordos mejor. Les cuento: ando ahora mismo metido en una serie de literatura naval de la Marina Real Inglesa en el XVIII, cuando nos comieron la tostada a los españoles en los mares. Soy devoto de Patrick O'Brian y de Aubrey y Maturin y me gustan incluso cuando atacan a sangre y fuego los navíos de línea de los «Don», que somos los nacidos en esta España tan cuestionada.

La serie que estoy iniciando es la del guardiamarina Drinkwater. Ya les contaré, pero de momento va bien. En contemporáneo les recomendaría que se leyeran, aunque no tiene nada que ver, «Maqroll el Gaviero» de Álvaro Mutis. Digamos que es una actualización de los marinos en un mundo en que la guerra naval es, como mucho, contra los piratas del narcotráfico o contra las grandes corporaciones, que tanto da.

Lo bueno de leer aventuras y sucedidos de hace dos siglos es que te das cuenta de que el ser humano es la misma máquina de matar, con distintos medios y magnitudes, o la misma máquina de amar o de brindar amistad, odio, rencor o arte. Maturin y Aubrey dedican el tiempo en que no están despedazando españoles o franceses a interpretar al violín y la viola piezas de Scarlatti o de los compositores del Barroco inglés: Purcell, T elemann, Haendel, mis preferidos. Y no les cuesta pasar de una actividad a otra, porque una son negocios y la otra placer, como los mafiosos de «El Padrino» o «Uno de los Nuestros» o el entrañable Gandolfini de «Los Soprano», la familia más familiar que recuerdo.

Suena en Spotify una recopilación de obras de Haendel y me temo que les voy a dejar porque en mi rutina de encierro figura que de 10 a 11 me toca volver a practicar con el piano y el manual de James Rhodes. Llevo un día y tengo los dedos entumecidos porque no es lo mismo el teclado de un ordenador que las 88 teclas del piano y llevo sin destaparlo desde que Bach era joven. Cuídense, por favor, que mañana les espero.

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