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Opinión

Para los aislados permanentes

Había pensado esta semana, porque no paran, en dedicar estas líneas a los republicanos de las caceroladas, a Torra y a los perfectos del otro lado, todos ellos inquietos y en su mundo particular, sin perder oportunidad alguna de hablar de lo suyo. Pero, he considerado más razonable obviarlos -bastante tienen ellos mismos con aguantarse-, y escribir unas líneas sobre lo que estamos viviendo, sobre la intimidad recuperada, sobre lo redescubierto, lo sobrevenido o lo recordado hecho presente, sobre, en fin, lo que nos afecta o eleva a la condición de seres humanos sensibles, necesitados de afecto, sencillos y más vulnerables de lo que nos pensábamos. Seguramente esto, irrelevante para los ideólogos de la nada, que son muchos, los portadores de la exclusividad, de la filantropía absoluta, de la pureza de las conductas exigidas al prójimo e indultadas a sí mismos o a quienes les conceden lo inmerecido, digo que seguramente esto estará más cercano a la gente de la calle, la mía, no la de ellos, los que viven de la consigna y el estruendo y son incapaces en días tan frágiles de mirarse hacia dentro. Igual les da miedo.

Este aislamiento me ha hecho pensar y mucho en aquellos que lo viven de forma permanente. Ancianos, inválidos, enfermos, presos a quienes pedimos años de cárcel alegremente y tantos otros que, habiendo probado el sabor dulce de la libertad, se ven privados de ella cuando llega el cenit de su vida ante la indiferencia general o cuando la enfermedad ataca sin piedad alguna. Y no tenemos nunca tiempo para remediar esa soledad, esa impotencia, esa prisión permanente y no revisable. Un mes más o menos tendremos que permanecer en nuestros domicilios, con todas las comodidades ordinarias, con movilidad en este reducido ámbito, incluso saliendo a cumplir con aquellas tareas permitidas y necesarias, solo un mes y nos parece una eternidad. Son muchos los que están recluidos para siempre o por tanto tiempo que la vida es solo reclusión y, sin embargo, luchan por ella.

Unos, los más ancianos, suplen la impotencia y el encierro con una vida interior que no es solo rememorar el pasado, aunque éste tantas veces suplante el presente y lo relegue a la irrelevancia; otros lo hacen con ese día a día que intentan ocupar con tareas y proyectos que pocas veces sirven para enmendar los errores, salvo en quienes nunca debieron cometerlos por no ser adecuados a su modo de ser y entender el mundo.

Y todos ansían la libertad, lamentando el haberla despreciado cuando parecía eterna y el final se acerca irremediablemente pasando factura desde el anuncio de su llegada; qué duro es estar atado a esa crueldad de la ausencia de memoria inmediata. Ahora añoramos esa libertad en sus manifestaciones más elementales y damos la importancia que merece a la vida cotidiana, esa que pasa sin ser vista, sin ser amada, sin ser tocada, aspirando a lo que no se tiene, a ambiciones tan elementalmente vacías, que asombra el escaso valor, lo poco que se piensa en ellas cuando nos toca vivir enclaustrados. Porque, curiosamente, piensen por un momento: ¿no han sentido que esas ambiciones han perdido su rango y pasado a ocupar el lugar secundario que deberían merecer siempre? Casi sin darnos cuenta, salvo excepciones que las hay, hemos puesto las cosas o las vamos poniendo en su sitio y lugar correspondiente o, mejor dicho, ellas mismas se han ubicado donde deben estar. Y no es tan duro este retiro al contemplar ese proceso lento de cambio, esa paz que, naturalmente, por ser inherente al ser humano, cala en lo más profundo y nos reclama su cuota de atención. Y Dios se hace presente para creyentes y agnósticos, aunque lo llamen de otra forma. Porque está ahí.

Es obvio que lo roto no se va a recomponer y que las almas dañadas, aquellas que viven insatisfechas permanentemente, no van a sanar, pero los que estaban solo heridos pueden curarse. Solo es necesario querer y ver más allá de las ventanas. No se trata de hacer propósitos que el tiempo se encargará de desterrar al olvido, sino de no olvidar lo que ha calado en los hombres y mujeres de buena voluntad, los recuperables para un nuevo recomenzar, los tolerantes, los libres de ataduras materiales, los que gustan de la sencillez, de la música, de la mano tendida, del respeto al diferente, de la convivencia pacífica, del perdón, de la memoria fraternal, no fratricida.

Dicen que nada será ya igual. No es verdad. Todo volverá por los mismos derroteros y volveremos al estrés, a la carrera loca por ser más y peores, a la rivalidad irrespetuosa, injuriosa, a la insensibilidad, hasta que otro virus, creado o espontáneo, nos borre del mapa o nos vuelva a llevar a nuestra intimidad, a nuestro refugio y aprendamos que la soledad es estado natural porque todos estamos solos con nuestros pensamientos, aunque compartimos este planeta y esta bendita tierra en un momento, éste, que debemos hacer grande y respetar para los que vienen.

La naturaleza se ha hecho silencio y vida. Asómense a la calle y escuchen la nada y vean cómo la han ocupado otra vez animales, plantas, cielo azul y aire limpio. Qué maravilla.

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