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Opinión

Volveremos

Soñaba Pablo Milanés con regresar al Chile por fin liberado de Pinochet y lo expresó con aquellos versos que tantos hemos tarareado durante años : «Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada / y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes. / Retornarán los libros, las canciones / Renacerá mi pueblo de sus ruinas / Un niño jugará en una alameda / Y cantará con sus amigos nuevos». Estos días pensamos en ese éxtasis que nos deparará el futuro: en el momento en el que podremos salir a la calle, llenar las terrazas de los bares, abrazar, besar, estrechar, ver cómo los enanos reconquistan los patios escolares y rehacen los vínculos con los antiguos amigos como si fueran nuevos. No hemos sido los únicos. Otras generaciones soñaron también momentos así: aquellas multitudes que reventaban las calles de Nueva York o París cuando alguien dijo que había acabado la guerra, la Segunda Guerra Mundial, y el mundo y todas las cosas se convirtieron de pronto en una fiesta inagotable. Será un instante comparable.

No neguemos el sacrificio

Por eso no me gusta esa frase que tanto se ha repetido de que «Nuestros abuelos tuvieron que ir a la Guerra Civil, nosotros solo nos tenemos que quedar en casa». Me molesta ese «solo». Por supuesto que tenemos que quedarnos en casa -quince días más, anunció ayer Pedro Sánchez- porque así lo ha ordenado la comunidad científica, porque es la única forma de detener la pandemia y porque el confinamiento se ha convertido en un deber cívico inexcusable. Pero ese «solo» de la frase? Banaliza el tremendo esfuerzo que está haciendo este país: el confinamiento ha acabado con un buen puñado de derechos fundamentales de la democracia, el de reunión, el de libertad de movimientos; nos aboca a una crisis económica de consecuencias fantasmales; nos ha violentado el mundo que conocíamos desde hace generaciones, nuestro derecho a ver y tocar a nuestra gente; y acarrea unas consecuencias psicológicas inimaginables: hoy, los libros que leemos, las películas que vemos, nos suenan extrañas porque pertenecen a una época gloriosa de libertad de la que hemos sido expulsados de golpe.

El patio de una casa

Nos quedamos pues en casa, pero es trascendental subrayar ese grandioso sacrificio, que se tenga en cuenta en años venideros, que no se frivolice con él, que nada está siendo fácil. Dicho esto, yo no puedo quejarme. Estoy confinado con mi mujer y mi hija en la casa que siempre habíamos soñado y tenemos un patio desde el que respiramos la atmósfera de un pueblo pequeño y que es como una ventana abierta al barrio, o sea, al universo: desde aquí distinguimos cómo una vecina rasga el aire con notas de trompeta y otro pone desde su terraza acordes maravillosos, de Pachelbel a Beethoven. Mi hija, a la que hasta la fecha únicamente le agradaban -y le agradan- la zumba y otros artefactos semejantes, ha descubierto ahora la Quinta Sinfonía. Un aplauso por ella.

Como sus hijos, la mía batalla la cuarentena con todas sus armas y todas sus trastadas de futuro: se disfraza, pinta dibujos de una abstracción considerable que ríanse de Miró, se tapa bajo una manta al jugar al escondite y cuando la descubres se pone a reír con risas que parecen ópera. Eso también es un éxtasis. Y nos está pasando ahora. Es bueno que algunos éxtasis hayan venido ya, se hayan adelantado al momento presente y no los tengamos que fiar solo a ese futuro que tanto anhelamos.

Todos los nombres

Otros lo están pasando mucho peor. La muerte les está robando vilmente a sus mayores. Un periodista de Bérgamo decía, «estamos perdiendo a nuestros abuelos». También aquí. Se habla mucho de los muertos pero solo como cifras del horror: aún no les estamos poniendo rostro. Se van abuelos que habrían tenido un futuro de nietos; abuelas que podrían haber escrito libros; gente que tenía muchas cosas aún que enseñar en la cima de su sabiduría, memorias de siglos todavía por compartir. En el futuro que está por venir tendremos que convivir no solo con los éxtasis que nos hemos prometido, también con eso. Que será mucho más duro. Como diría Saramago, tendremos que acordarnos de todos los nombres que ya no están; como decía Milanés, una vez que reconquistemos las calles desoladas de Santiago todos tendremos que ponernos a llorar por los ausentes. O como el Último de la Fila: «Un día color de melocotón / cuando las piedras se puedan comer / y ya nadie sea más que nadie / si tú ya no estás aquí / cantaré por ti».

Gente que será como un milagro

Los demás no estamos tan mal. Pasternak contaba que cuando Rusia se retiró de la Primera Guerra Mundial los soldados hicieron lo que más desea un soldado en el mundo: «volver a casa». Sí, pese a todo el sacrificio, volver a casa no es mal plan; para sí lo hubieran querido tantos jóvenes carne de cañón cubiertos hasta las cejas en las trincheras a lo largo de los siglos. Claro que al volver de la misma guerra a su América natal lo que soñaba Dos Passos era un poquito más ambicioso: suspiraba por un buen par de chuletas de cordero y una cerveza fría en el bar de su pueblo y rodeado de la gente de siempre, aquella que una vez antes de irse a la guerra tan anodina le había parecido y que ahora, en el regreso, eran como un milagro.

Pues eso. Que volveremos.

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