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Mercedes Gallego

Opinión

Mercedes Gallego

Que viva la telefonía

Antes de que les siga contando creo que deben saber que a mi casa no llegó la telefonía hasta bien entrados los 80. Esto quiere decir que durante mi infancia y buena parte de la adolescencia el teléfono era ese aparato que nuestra vecina tenía en una mesita sobre un tapete de ganchillo al que la familia de fuera nos llamaba cuando quería decirnos algo. Siempre que fuera urgente, claro. Otro tipo de comunicaciones no se concebían. Después fuimos nosotros (mis hermanos y yo) los que nos marchamos fuera y quienes marcábamos el número de la vecina para hablar con nuestros padres. Pero sin abusar. Una vez a la semana si no podíamos aguantar dos. Y siempre el mismo día (solía ser el sábado) y a la misma hora (sobre las nueve de la noche) para evitar que la mujer tuviera que ir a avisarles.

Tampoco fui de las pioneras en la telefonía móvil. Les confieso que al principio no le veía la utilidad. Nunca he tenido mucho ojo para los avances tecnológicos, como habrán deducido. Es más, en los albores de la era de los móviles me parecía algo más snob (lo que ahora viene siendo postureo) que otra cosa. Y hasta recuerdo un viaje a Italia, donde iban algo más adelantados que nosotros en esta materia, que me inflé a hacer fotos a adonis romanos y madonnas venecianas colgados del aparato porque en esos momentos me resultaban más chocantes que la Fontana di Trevi.

Bien, pues pese a esos antecedentes, ayer, sin ir más lejos, me tomé una cerveza con mis amigas sin que ninguna nos moviéramos de nuestras respectivas casas. Compartí la comida con mis padres, de los que me separan varios cientos de kilómetros. Me reí a gusto con las ocurrencias de mis sobrinos, dispersos por media España, en una charla que no tenemos ni cuando todos coincidimos físicamente en el mismo lugar. Y todo eso viéndonos además las caras. ¡Si mi vecina levantara la cabeza!

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