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Toni Cabot

Postales del coronavirus

Toni Cabot

La leyenda del «Peó»

Todos tenemos un familiar octogenario al que miramos de reojo con más frecuencia durante estos días. Sabemos que están en la primera línea del frente de esta segunda guerra que les ha tocado vivir. Sus fatigadas defensas les hacen más vulnerables ante un enemigo impío que no atiende a edades o a razones humanitarias. Un buen amigo resaltaba ayer su honda preocupación por los asilos, hogares o centros de mayores, que sondea a diario en nuestra provincia, donde, termómetro en mano, reciben cada amanecer con el mismo pavor que provoca iniciar la lectura de una posible sentencia de muerte.

Afortunadamente, el virus no ha traspasado por ahora muchas de esas puertas cerradas a cal y canto por esos profesionales sanitarios que merecen nuestro aplauso diario. Así que hoy, como contraportada a los negros augurios vaticinados por tierra, mar y aire para el futuro inmediato, me he levantado con la intención de rebajar el tono para no cargar más el ambiente, mezclando en la coctelera del teclado la confianza en la fortaleza de esa bendita Tercera Edad con los vaticinios menos agoreros. Y en ese punto me aparece Pepe, el «Peón».

El «Peó», como se le conocía en el pueblo valenciano-parlante donde transcurrió mi infancia, adoptaba el sobrenombre por su profesión, peón caminero, a la que se dedicó para sobrevivir tras combatir en el bando republicano durante la guerra civil. Soltero, solitario y sin familiar cercano que se ocupara de su infortunio, residía en una vieja casa alejada de cualquier vecino a las afueras de las cuatro calles que conforman el pueblo, morada que debió heredar de sus padres y que no disponía de agua corriente ni luz eléctrica. Mi memoria alcanza a recordar su encorvada figura nonagenaria, su agrietado rostro y su buen humor, a pesar de toda la miseria que le rodeaba. Abusaba de la sidra barata que algún conocido le regalaba de vez en cuando, y al calor del efecto de ese refresco en la garganta también de tanto en tanto recorría con su evidente cojera el par de kilómetros que le separaban de la plaza de la Iglesia para lanzar sus recordadas proclamas guerracivilistas en favor de La Pasionaria, Carrillo o El Campesino.

Me contaron que inició esa costumbre en los años más duros de la postguerra, lo que le acarreó algún disgusto con algún animal ultra que le devolvía a su casa a bofetadas. La cuestión es que viviendo en aquel hogar insalubre, alimentándose penosamente, sin luz, agua y calor que le abrigara en los días de invierno, además de esas cogorzas de por medio que animaban su existencia, el «Peó» superó la barrera de los 90 años sin que ninguna enfermedad consiguiera penetrar en su cuerpo. Pese a ello, con tal cantidad de años a cuestas, alguien, con buen criterio, puso el caso en conocimiento de algún responsable de los servicios sociales, donde aprobaron trasladar al anciano al Asilo de Benalúa. Muchos lamentamos perder de vista a Pepe, un tipo apreciado que formaba parte del paisaje, pero entendimos la medida como la mejor de las alternativas, En definitiva, de vivir solo y desamparado pasaba, por fin, a quedar atendido y bien alimentado. El traslado, sin embargo, deparó una fatal sorpresa. Al poco de entrar por la puerta del asilo, el «Peó» falleció. Y, acto seguido, por el pueblo se esparció una leyenda barnizada con irónica maldad: «Ha sido lavarlo, entrar en contacto con el agua y el jabón, y dejar de respirar». El comentario pretendía dar pábulo a que las defensas que le mantenían vivo procedían, precisamente, de la cantidad de microbios o seres microscópicos que almacenó en su cuerpo a lo largo de su miserable existencia, creando con los años un escudo inexpugnable para la enfermedad. Ni qué decir tiene que la insólita teoría no tenía ni pies ni cabeza, pero sirvió como homenaje para despedir con una sonrisa a un tipo entrañable que permanece en el recuerdo.

Les cuento todo esto porque quien esto escribe, que también se mantiene en vilo por alguien muy cercano que roza los 90, desea aferrarse a esa parte de la leyenda del «Peó» y sus defensas para que, cuando llegue la hora, el desenlace lo provoque alguna razón inocua y natural, nunca por el hiriente calvario causado por un maldito bicho capaz de perforar las defensas de quien tanto escudo opuso en la batalla de la vida.

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