- Buenos días... señor...
- Pericles, don Floren, Pericles. Llevo aquí algunos miles de años más que usted.
-Comprendo... ¿Es usted el padre de la democracia?
-El mismo, amigo mío. Aunque sobre eso habría una cierta discusión. Lo real es que goberné Atenas en sus años dorados y que una peste me llevó por delante, justo cuando estábamos en plena guerra con Esparta.
-Vaya... hablar de peste en este momento no parece lo más adecuado.
-No vayamos a comparar, don Floren, las epidemias que ha sufrido la Humanidad con el coronavirus actual, por favor. Antes no había hospitales ni respiradores, ni la medicina estaba como en el siglo XXI.
-Comprendo, pero eso no hace de menos a esta actual, sobre todo para las personas que la sufran con gravedad en sus propias carnes.
-Cierto, cierto. Pero ¿sabe qué, don Floren? Todos los atenienses del año 429 a. C. nos cambiaríamos sin duda por los ciudadanos de hoy en día.
-Lo comprendo, aunque en su tiempo las cosas no iban mal precisamente.
-Bueno, no, no iban mal. Nosotros fundamos el imperio ateniense, e hicimos una serie de reformas que desembocaron en lo que se llamó democracia radical. Además, fomentamos las artes y la literatura, y construimos una buena parte de la Acrópolis, que aún hoy se conserva.
-De alguna manera, Don Pericles, los europeos actuales son herederos de ustedes, en muchos sentidos.
-Bueno... quizá. Lo que ustedes llaman la antigua Grecia comprendía muchas partes del mediterráneo, desde lo que hoy es España hasta Turquía. Y sus gentes eran un puñado de comunidades dispersas unidas solo por dos aspectos: eran capaces de disfrutar de los mismos poemas narrados en griego y recordaban que habían luchado juntas en la guerra de Troya.
-Eso es más que los nexos de unión en muchos países europeos actuales.
-Pues quizá deberían fijarse más en lo que les une y no en lo que les separa. Los mediterráneos nos parecemos mucho. Nosotros vivíamos ligados al mar: la principal obligación de un padre con sus hijos era enseñarles a escribir y a nadar; de hecho, la palabra actual «gobierno» procede del griego «kubernun», que significaba «guiar un barco». Y gracias al mar pudimos saciar nuestra curiosidad y conocer a otros pueblos. De hecho, llegamos a adoptar algunos de sus dioses en el panteón griego.
-Eso es propio de un pueblo grande.
-Quizás. Pero esa curiosidad llevaba aparejada una paradoja: los griegos éramos muy reacios a la autoridad, pero admirábamos a los líderes fuertes.
-Eso me recuerda a los españoles, ciertamente.
-Los griegos también amábamos la libertad individual, de forma especial.
-Pero tenían ustedes esclavos, me temo.
-Cierto, amigo mío. Eso es otra de nuestras paradojas. ¿Qué persona o pueblo está exento de contradicciones?
-Así es, me temo.
-En realidad, los griegos, nos veíamos a nosotros mismos como campesinos guerreros de mentalidad independiente, y nuestra cultura se basaba en la literatura que transmitía esos valores.
-Pero ustedes eran más refinados que eso. Y un punto hedonistas.
-Sí, quizá sí. Nuestros poetas cantaban a los cuerpos hermosos, que esculpían nuestros artistas. Nos encantaba el teatro y hablar bien era uno de los signos más elevados de excelencia. Éramos muy competitivos: hacíamos competiciones de todo tipo, tanto deportivas como teatrales, y sublimábamos la alegría de vivir. Además, éramos muy francos: hablábamos sin tapujos acerca del sexo, el odio, las pasiones o las perversiones.
-Esa sinceridad que fue abolida por la Historia.
-Así fue, amigo mío. Lo cierto es que nuestro legado ha ido decreciendo, por unas causas o por otras.
-Y poco queda de aquella Atenas rutilante y avanzada a su tiempo.
-Quizá mucho de eso no sea más que una ilusión construida a lo largo de los siglos.
-Tal vez... pero ¿qué es la vida si no una ilusión construida con influjos rutilantes del pasado y proyectos improbables de futuro?
-Vaya, don Floren, hemos comenzado hablando de la peste y acabamos filosofando acerca de la vida? esto parece ya mi Atenas.
-Es que ahora, con esto del encierro, tenemos mucho tiempo libre.