«No fuimos educados para el vértigo»

(J.V. Piqueras. «La lluvia y la avidez»)

Este artículo parte de una idea: a algunos les viene bien reflexionar incluso en épocas de catástrofes para ir más allá de la preocupación cotidiana, del titular o los plazos medidos en minutos. La meditación no arregla nada, no merece aplauso en las actuales circunstancias, pero quizá sea valiosa el día después, porque hay cavilaciones que sólo ahora se harán. Este artículo parte de dos convicciones: 1) Entrar en pánico y difundirlo puede ser humanamente comprensible; pero nunca puede considerarse una opción moral. 2) Tampoco puede disfrazarse de opción moral el acarreo de noticias que generan confusión. Lo que hace que estas afirmaciones no sean banales es que ambas prácticas crecen sobre la presunción de bondad. Estamos saturados de un voluntarismo bondadoso que, ante todo, se caracteriza, aunque no sea su intención, por generar en el imaginario colectivo la idea de que si se quisiera, buena parte de los problemas remitirían: bastaría para ello mirar el ejemplo de tantos héroes que estos días muestran lo mejor de la especie humana, e imitarles. El principio puede aplicarse a posteriori: si en el pasado se hubiera querido no hubiéramos llegado a esto. Las redes parodian esta dinámica en promotores de homenajes compulsivos que necesitan hacer ostentación de su bondad para calmar la ansiedad de su conciencia. Para ello no dudan, a veces, en exagerar, en afirmar que nada se hace: nunca hay, para algunos, demasiada bondad ni demasiado heroísmo.

Cuando una justificación moral es excesivamente elevada los perfiles racionales de los debates se difuminan. Pero peor es que a esta generación de buenos sentimientos le sigue la necesidad de definir un culpable. Es nuestra cultura, la que hunde sus raíces en el Edén y se propaga en los reality. Para ser tan buenos como para pregonarlo, tiene que haber un malo. Pero? ¿y si no lo hay? No lo hay en el sentido estricto de que el coronavirus no quiere matarnos. No lo hay en el sentido de que la ciencia avanza buscando evidencias en la controversia sin que ante cada problema decrete una solución inmediata. No tengo dudas: el culpable acabará siendo la política, es un hábito muy cómodo de la pereza mental. Pero es que ahora es cuando necesitamos más política. O asumimos esto o la bondad se troca en perversidad. Y además necesitamos una política sin los delirios de polarización de los últimos años. Para muchos esta comprensión aún no es posible: no estamos educados para el diálogo. Ese diálogo que, en sí, es virtud pública, mucho más ético que las afirmaciones voluntaristas apasionadas. Aunque afirmemos la necesidad de la unidad ignoramos cosas sobre sus límites legítimos, espoleados por tuiters y otros monstruos de la razón, guiados por la polarización psicológica, la que entierra momentáneamente -si es que la entierra- el agravio, pero lo anota para cuando, enterrados los muertos, pueda escupirse a los vivos.

Ayudaría entender que a la reclusión y relativo cierre de las instituciones no le sigue la clausura del espacio público, que sigue activo en los medios de comunicación, en las redes, en las declaraciones institucionales; y en multitud de hilos que mantienen activo el mundo de la vida, trufado de relatos y tradiciones -familiares, laborales, amistosas- no siempre compatible con la férrea racionalidad de los avisos antiepidémicos. Cabe alguna definición sobre este nuevo espacio público, sobre todo sabiendo que, cuando acaben sus circunstancias, su rastro pervivirá. La primera idea a defender es que hay que mantenerlo abierto con pacífica paciencia -una virtud que no cosechará aplausos, pero que es la principal virtud que ahora necesitamos-. Esta es la diferencia de la gestión de la catástrofe en una democracia: más allá del funcionamiento institucional, esa apertura en la perspectiva de valores, acciones y discursos es lo que nos permitirá mantener nuestra autoestima como pueblo democrático y solidario. Y, a medio plazo, ser más eficaces en la vertebración de una nueva normalidad. Siquiera sea porque prácticas en exceso coactivas u opacas generarían rechazos y sospechas que impedirían los logros pretendidos. Ello supone tener en cuenta tres cosas.

1.- Todo argumento sobre la crisis debe basarse en evidencias o, en su defecto, en el resultado de una pluralidad de opiniones racionales, no necesariamente unánimes. Clausura el espacio público democrático el peso de opiniones que se pretenden oficiales por sí mismas, aquellas que no admiten respuesta porque en el acto te convertirían en un mal ciudadano o un mal patriota. Se trata de conjugar los dos polos: mentir o insultar no construyen el espacio público.

2.- En toda dinámica democrática en torno a la configuración de un espacio público existe la tentación de intentar apropiarse de todo ese espacio. Quizá sea legítimo en épocas de normalidad. No ahora. Porque clausura el espacio y genera crispación. Si alguien encuentra tranquilidad poniendo el Himno de España, que lo ponga; si otro lo hace con la Internacional, que lo haga; si uno desea rezar, que rece; si otro envía memes ironizando sobre curas, que lo haga. Esto no es relativismo. Porque también tiene el límite del insulto y la mentira o el de la difusión del miedo, los grandes disolventes. Y el límite de la igualdad: las restricciones son iguales para todos.

3.- Hay normas éticas y normas jurídicas en esta extraña plaza pública. Normas jurídicas apremiantes que afectan a la fibra más sensible de la cotidianeidad y al ejercicio de Derechos. Pero que su rigor esté garantizado por el Estado no significa que no puedan ser compatibles con las reglas éticas: si acaso las refuerza, las subraya, las hacen «públicas», comunes. No sirve lamentar la existencia de normas jurídicas porque no somos capaces de cumplir con las morales: siempre son precisas normas de Derecho porque la democracia habla a través de ellas. Lo importante es asegurar que esos dos planos no apuntan a finalidades distintas. Es importante que ante bastantes problemas pueda invocarse una regla ética o una regla jurídica, indistintamente. Me parece que en este sentido las cosas se están haciendo bien y que será una escuela cívica para el futuro, en una ciudadanía que demasiadas veces aún presume de «burlar» al Estado. Lo pagado/cobrado en negro son mascarillas que ahora faltan. Las restricciones a la inversión en investigación y a la sanidad pública también. No hay culpables, pero sí responsables. Reinventar la responsabilidad es la tarea.