Como si camináramos sobre el hielo que se resquebraja bajo nuestros pies, vivimos tiempos de cambios y transformaciones desconcertantes en los que la lucha por el papel higiénico de doble capa se ha convertido en la verdadera lucha de clases. Por vez primera países, sociedades y grupos sociales hemos adoptado una bandera común que se ha convertido en signo de bienestar y tranquilidad, pero que también ha desatado los peores instintos en quienes han tratado de acaparar rollos y rollos de papel por encima de sus necesidades, sin importarles los demás, sin caer en la cuenta de que solo pensando en los otros podremos salir de ésta.

Durante los últimos cincuenta años, el pensamiento político y las estructuras económicas impuestas protegieron y santificaron los intereses privados frente a las necesidades colectivas de la sociedad. La acumulación de papel higiénico es la expresión mundana de esa acumulación de riqueza desmedida y de capitales arrogantes que han impulsado un buen número de dirigentes políticos e ideólogos en todo el mundo. Su religión predicaba valores enfermizos como el individualismo frente a la ética colectiva, la competitividad frente a la cooperación, el éxito económico desmedido por encima de todo como han venido sermoneando numerosos líderes sin principios. Y para ello, han sacralizado un mercado que solo ha servido para alimentar los procesos de desigualdad económica y social más gigantescos que nunca se han visto, pero que se pone de lado ante una crisis de escala desconocida como la que atravesamos. Pero siempre dañando al Estado a favor de sus intereses privados. La esencia de este pensamiento la explicaba muy bien Rodrigo Rato en su comparecencia ante el Congreso de los Diputados por la crisis de Bankia y el rescate multimillonario pagado con dinero público, cuando afirmó sin complejos: «Es el mercado, amigo». Así trataba de eludir responsabilidades ante el saqueo de la entidad.

Durante décadas, hemos tenido al frente de diferentes gobiernos e instituciones públicas a auténticos talibanes del neoliberalismo, pero a sueldo del Estado, eso sí. Como termitas, han extendido los dogmas de la privatización a costa de carcomer el Estado, reduciendo los dispositivos públicos a la mínima expresión y justificando el desmantelamiento de servicios esenciales. Y a medida que la sociedad protestaba, se manifestaba y expresaba su oposición a estas políticas tan dañinas, ellos actuaban con más saña reduciendo la sanidad, la investigación, los servicios sociales, la educación y los funcionarios al límite. Son los mismos que han debilitado el sistema sanitario en España, con una infrafinanciación, con personal cada vez más escaso y en situación más precaria junto a procesos de privatización crecientes que transfieren cada vez más recursos públicos al sector privado.

En consecuencia, la joya de nuestra corona, nuestro maltratado sistema sanitario del que muchos nos sentimos orgullosos, es el que más recortes presupuestarios ha sufrido entre todos los países de la UE-15, soportando una mayor reducción en el número de camas, médicos y enfermeras. La saturación de las urgencias y el abandono de la atención primaria han sido denunciados desde hace tiempo por los profesionales, sin que se haya movido un dedo por solucionarlo. Y para colmo, algunos de los políticos responsables de todo ello están procesados por casos de presunta corrupción relacionados también con la sanidad o directamente se marcharon a trabajar a las mismas empresas sanitarias privadas a las que favorecieron desde sus gobiernos cuando dañaron sin miramiento el sistema sanitario público.

Prestigiosos investigadores como el catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra y director del Hopkins-UPF Public Policy Center, Vicenç Navarro, o la prestigiosa revista International Journal of Health Services han analizado cómo la privatización de los servicios públicos y los recortes en el gasto sanitario están dificultando una pronta intervención contra la pandemia, siendo el caso italiano el mejor ejemplo.

Cuando desde el confinamiento de nuestras casas salimos a aplaudir emocionados a los profesionales sanitarios que están dejándose la vida por cuidarnos, curarnos y detener esta pandemia tan dañina, junto a una larguísima lista de otros muchos profesionales, funcionarios y trabajadores que hacen posible nuestro día a día, no solo estamos expresando una gratitud inmensa que nos sale de las entrañas, también estamos reconociendo la grandeza de un Estado protector en momentos tan duros como el que vivimos, la importancia de unos servicios públicos esenciales y de unos trabajadores imprescindibles para darnos esperanzas ante el miedo y la confusión.

Pero ahora más que nunca, necesitamos que toda esa marea de aplausos se transforme en energía política y social para reconstruir nuestros servicios públicos esenciales, para dar importancia a quien realmente está con nosotros en los malos momentos, para no volver a repetir los mismos errores que se cometieron durante la gran recesión de 2008.

Defender servicios públicos como la sanidad es defender la vida, el bien público y el interés colectivo, frente a esa economía de ganadores sin escrúpulos, del beneficio privado y la acumulación desmedida que nos han impuesto y algunos defienden sin reparos. Por eso necesitamos más que nunca transformar los aplausos en apoyo real a unos servicios públicos imprescindibles para tener un futuro esperanzador. Y eso se llama política y surge de las urnas, no lo olviden.