Esta mañana, en el edificio en el que vivo, en playa San Juan, han hecho un grupo de WhatsApp. La presidenta de la comunidad dice que durará lo que dure el estado de alarma y que la intención es colaborar y ayudarnos entre los pocos vecinos que vivimos ahora allí. Es un edificio enorme, repleto en verano y vacío en estos días de frío primaveral. Ahora, confinados en nuestras casas, la magnitud del hormigón se hace patente y, con ella, la sensación de soledad que recorre los rincones. Nada más inaugurar el chat, alguien propuso comprar el pan para todos cada mañana. Es solo un ejemplo de los cientos que estamos viendo por televisión o que nos llegan vía WhatsApp de otras comunidades de vecinos, pero es mi ejemplo y me parecía emocionante compartirlo.

Porque vivimos inmersos en una rutina de prisas y malas caras que nos ha llevado a saludarnos de lejos con nuestros vecinos. Un hola y adiós mirando al suelo del ascensor. Te aguanto la puerta, pero si es poco tiempo, pues tengo muchísima prisa por llegar a casa y sentarme en el sofá. Me entretengo más tiempo del necesario abriendo el buzón porque así el ascensor se cierra y puedo subir solo. Hemos vivido enfadados por los golpes de arriba, abajo o al lado, por las carreras en el pasillo de algún niño, por la música alta más allá del tabique que nos cobija y protege. Enfadados con el vecino del quinto por no sé qué cosa que nos dijo en la última reunión y que ya ni recordamos. Enfadados con el vecino de enfrente que un día dejó su coche más cerca que de costumbre y nos obligó a salir del nuestro retorciéndonos. Este confinamiento para resguardarnos del virus servirá para hacer las paces. Estoy convencido. Vienen días de perdón, aunque sean virtuales, aunque nadie pronuncie un «lo siento». Pero el gesto valdrá la pena; la voluntad y la solidaridad que afloran estos días serán suficientes.

Pero debemos entendernos a todos los niveles, y no hablo de pisos y vecinos. Hablo de políticos, o de esa atroz competencia en los negocios. Hablo también de razas y clases sociales. Porque, igual que este virus no entiende de fronteras, nosotros deberíamos derribar las que nos inventamos entre nativos y emigrantes, entre hombres y mujeres. Quizá entonces podamos verle algo bueno a este odioso virus y sus imparables cifras con las que nos desayunamos cada día. Hay que romper los muros de la discordia, del odio y de la envidia. Y abrir caminos de diálogo, entendimiento y paz. Si todos somos iguales frente al virus, seamos también iguales frente a los demás.

Solo así saldremos de esta. Porque estoy convencido de que saldremos. Pero los primeros pasos de la recuperación debemos darlos ahora. Me preocupa mucho la economía. Si paramos el país por completo, el paro y la falta de recursos que vendrán después significarán un desplome sin precedentes para España. Más que la crisis de 2008. Más que cualquier otra crisis anterior. En ese sentido, son importantes las medidas tomadas por el presidente del Gobierno, aunque también es necesario que las empresas con producción de primera necesidad no se paren y que el resto se ponga en marcha cuanto antes. No podemos encontrarnos un escenario dentro de tres meses en el que la crisis que ahora empieza tenga peores consecuencias que el virus.

Saldremos de esta, sí, pero desde ya mismo. Y solo lo conseguiremos con el esfuerzo y el trabajo de todos. Los que ahora estamos en casa, contemplando la quietud tras las ventanas, y los que se parten el lomo para, a pesar de todo, mostrar su mejor cara y hacer que la rueda siga girando: los profesionales sanitarios (médicos y enfermeras, enfermeros y médicas), los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, los profesionales de la limpieza de las calles, los que trabajan en gasolineras, panaderías, supermercados, farmacias, los transportistas? Todos ellos sostienen ahora mismo el país.

Cuando todo pase, la sociedad les debe un homenaje. Mientras tanto, salir a la ventana cada noche para aplaudir es nuestro minúsculo granito de arena. Espero que algo de ese cariño les llegue y les conforte en estas difíciles horas.

Igualmente, cuando todo esto termine, la sociedad deberá exigir responsabilidades a los políticos. A partir de entonces, no habrá espacio para intereses partidistas. Exigiremos limpieza absoluta. Y con la Corona, igual. Ya no hay margen de perdón. Las reservas de honestidad se han agotado; solo queda pulcritud y buen hacer.

Dentro de unas semanas, cuando me vuelva a encontrar con mis vecinos por la escalera, nada será igual. Habremos derribado los muros de nuestra burbuja personal. Habremos tendido la mano al otro. Habremos comprendido que, frente al temor al virus, es más poderoso el amor al prójimo. Espero que la presidenta de mi comunidad nunca borre ese grupo de WhatsApp. Servirá para recordar que todo este sacrificio, todo este sufrimiento y todo este dolor valieron la pena.