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Una guerra en la que no hay ganadores o perdedores

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha hablado de que el mundo está "en guerra" con ese enemigo invisible que es la nueva pandemia del coronavirus.

Una guerra contra un enemigo desconocido e implacable en la que no puede haber ganadores ni perdedores. O la ganamos todos o todos perderemos.

De ahí que haya que anteponer la cooperación entre los sistemas de salud y los investigadores de todos los países a la feroz competencia capitalista en la búsqueda urgente de una vacuna para ponerla luego a disposición de cuantos la necesiten.

No es aceptable lo que intentó hacer, por fortuna sin éxito, el presidente de EEUU, Donald Trump, quien quiso comprar un laboratorio alemán que cree haber encontrado un posible remedio contra el virus para atender a las necesidades de su país con exclusión del resto.

Algo importante que nos está enseñando la nueva pandemia es la necesidad que todos tenemos del Estado, ese ente del que otro presidente norteamericano, el también republicano, Ronald Reagan dijo que no era "la solución, sino el problema".

Ocurre, sin embargo, que muchos sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena: lo vimos con el rescate por el Estado del sector financiero a raíz de la crisis de Lehman Brothers y volvemos a verlo ahora con motivo del coronavirus.

Como señalan en un artículo escrito conjuntamente los profesores del Instituto de Tecnología de Massachusetts Esther Duflo y Abhijit V. Banerjee, en EEUU reina "una ideología de la responsabilidad individual", pero que "es desde hace ya mucho tiempo sólo una quimera".

Los Estados de aquel país cuyos ciudadanos están especialmente orgullosos de su autonomía - Luisiana, Tennessee, Misisipí y otros- son al mismo tiempo, según explican, los que más dependen de las subvenciones del Gobierno federal.

Pero tiene el fenómeno que ambos describen algo que ver también con la desconfianza que sienten allí muchos hacia las elites: los programas estatales son vistos por los ciudadanos como expresión de una política elitista que favorece a todos menos a los "trabajadores blancos". Es lo que explica, entre otras cosas, el fenómeno Trump.

El economista Milton Friedman, ideólogo de la revolución contra el Estado que emprendieron conjuntamente el presidente Ronald Reagan, en EEUU, y la líder tory Margaret Thatcher, en el Reino Unido, escribió en cierta ocasión que "los grandes descubrimientos civilizatorios no salieron de los despachos".

"Einstein no desarrolló su teoría (de la relatividad) siguiendo instrucciones de ningún funcionario", afirmación que los autores del citado artículo califican de al menos "extraña" porque el gran físico judío alemán trabajó durante años en la oficina de patentes de la capital suiza y, de no haber hecho su revolucionario descubrimiento, "sería un ejemplo más del despilfarro del dinero público".

Contrariamente a lo que afirmó en su día el padre de la Escuela de Chicago e ideólogo del neoliberalismo, la mayoría de los descubrimientos que han hecho posible el progreso de la humanidad se han llevado a cabo gracias a los fondos públicos.

El éxito de empresas como Google y tantas otras del sector de las nuevas tecnologías o del farmacéutico está apuntalado por trabajos de investigación de base financiados con el dinero de todos, como ha analizado en sus libros la economista italo-estadounidense Mariana Mazzucatto.

Y el papel del Estado resulta aún más imprescindible cuando estallan crisis como la actual en las que hay que recurrir a todos sus agentes - desde los políticos que nos gobiernan hasta el personal sanitario, pasando por las fuerzas del orden y el Ejército- para evitar lo que sería, si no, un desbordamiento que nos llevaría a todos por delante.

Resulta por ello cada vez más repugnante escuchar a todos esos opinantes y vociferantes tertulianos de tres al cuarto que nos están siempre diciendo desde sus bien remunerados púlpitos televisivos que donde mejor está el dinero es en el bolsillo de los ciudadanos. ¿Qué tienen que decir ahora?

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