e han convertido las ciudades en el sueño de cualquier misántropo. Vacías y sin apenas ruidos, si pudiera bajar a la calle con libertad echaría a andar sin rumbo fijo, sólo por el gusto de caminar por caminar. Las calles están limpias porque no hay personas que tiren al suelo lo primero que tengan en la mano y en los árboles de las avenidas se puede escuchar a los pájaros llamándose unos a otros. Cualquier día podrán verse nidos encima de los semáforos.

En los cortos trayectos que hago por la calle me cruzo con personas que se apartan de manera ostensible de mí con una extraña mezcla de miedo y de rechazo. Resulta sorprendente la facilidad con que nos hemos acostumbrado a estar todo el día en casa, a hacer cola para poder entrar en el supermercado o a que en el quiosco nos atiendan a más de un metro. En los pocos lugares donde la gente se mezcla -siempre a una cierta distancia-, se impone un silencio sepulcral. Acostumbrados a hablar en voz alta o a llamar a un conocido de una acera a otra, caminamos en silencio. Ni siquiera se habla por el teléfono móvil. Sin embargo ese silencio se rompe todas las tardes a la ocho, cuando nos asomamos a las ventanas a aplaudir y a gritar para alejar el miedo y el dolor de nuestras vidas.

Estos días he estado ordenando papeles en mi despacho. Pocas cosas hay más significativas del paso del tiempo y de lo insignificante que somos que encontrar un escrito enviado a alguna oficina y que en su momento parecía de suma importancia pero que cinco o seis años después te das cuenta de que no sirvió para nada. El tiempo entierra las preocupaciones y, sobre todo, los egos. Como en todos los libros que guardo anoto en su primera página el mes y el año en que los leí ahora que tengo tiempo libre he estado revisando la fecha algunos de ellos. Cuando abro uno y veo su fecha, me quedo un par de minutos tratando de recordar qué hacía entonces, cómo gastaba el tiempo y, sobre todo, cuáles eran mis sueños. La mayor parte de ellos el tiempo me hizo saber que nunca se materializarían. Alguno queda por cumplir. Quién sabe.

Las noticias sobre el avance de la enfermedad en número de infectados y de personas fallecidas generan confianza a pesar de lo alarmante que en un principio pueden parecer. La sanidad pública española está atendiendo, gracias al trabajo de su personal sanitario y no sanitario, de manera eficiente y suficiente a los enfermos por Covid-19 en condiciones dignas y de gran calidad asistencial incluso en aquellas comunidades autónomas donde las privatizaciones constantes y paulatinas han hecho estragos. Afortunadamente el Gobierno ha decretado, dentro de las medidas que constituyen el estado de alarma, la puesta al servicio de los Gobiernos autonómicos de los hospitales privados, algo totalmente razonable por tanto parece justo que si la sanidad privada se ha aprovechado durante años del dinero público devuelva ahora a los españoles parte de lo conseguido gracias a los impuestos de los españoles.

Esta pandemia en la que estamos metidos de lleno cambiarán nuestra forma de pensar y relacionarnos. Con el confinamiento obligatorio a que estamos obligados todos los españoles, nos hemos dado cuenta de la cantidad de actividades que hacíamos y que en realidad no sirven para nada. La cultura ha demostrado ser uno de los grandes puntales que sostienen nuestras vidas. La posibilidad de seguir comprando libros por internet y las horas muertas que nos quedan después de hacer las habituales obligaciones domésticas ofrece la posibilidad de fomentar el hábito de la lectura como nunca hasta ahora. Se han suspendido los partidos de fútbol y con ello el gran negocio que se generaba alrededor y contra todo pronóstico no ha ocurrido ningún cataclismo. A ver si va a resultar que estar enganchados a los canales de pago viendo partidos de fútbol no era tan imprescindible para nuestras vidas como nos hicieron creer. En cambio, la ausencia de la práctica de algún deporte sí que puede convertirse en un problema de salud. He de admitir que echo mucho de menos correr mis habituales 14 kilómetros con mis hijos a mi lado en sus bicicletas.

La verdad es que llevo bien el encierro. Tenía varios libros pendientes de leer y bastante que ordenar en mi despacho. Estoy habituado a estar con mis hijos y se me dan muy bien las tareas domésticas. Sin embargo, para aquellos y aquellas que evitan pasar tiempo en casa para no tener que ocuparse de los hijos ni de la casa, este enclaustramiento debe ser un sincero problema. Me gusta asomarme por la ventana e imaginar que camino por calles vacías durante horas y que me siento en un banco de un parque vacío y comienzo a leer. De joven, cuando viajaba, solía hacerlo. En la pequeña mochila que llevaba a la espalda siempre guardaba mi bloc de notas, una botella de agua y un libro. Revisa la tuya y saca lo superfluo. Quédate sólo con lo que de verdad te importa.