Hará unas semanas, José Emilio Munera, periodista, jefe de Deportes en INFORMACIÓN, cercano al Hércules, y por ende más predestinado a divulgar las miserias ajenas, publicó un artículo sobre un indigente que no pedía limosna a la usanza clásica, «deme argo señorito», sino provisto de una linterna encajada en su frente, que se sentaba en la avenida de la Estación de Alicante con un cuenco de plástico para que aquéllos que no le tomen por invisible dejen unas monedas para el que ni bebe, ni fuma, y duerme en las laderas del castillo, su droga es la lectura, su hogar. Reposa por las noches en lugar histórico y vive de los sueños que las letras empapan su cerebro y le llevan a casa, a su hogar, donde alimenta su tránsito a la duermevela con una sonrisa en los labios, sin quejarse.

El decreto de alarma confina a todos aquellos que no son imprescindibles para trabajar en sus domicilios con cuarentena a plazo fijo, prorrogable según vayan las cosas. Fácil de entender por razones que no hace falta explicar, pero cómo se lo explicamos a los sintecho. Si a los que tenemos vivienda con luz, agua, gas, teléfonos, etcétera, el confinamiento tras varios días sin pillar calle, salvo bajada a por el pan y super de la esquina, se está convirtiendo en una experiencia que, queramos o no, va dejando secuelas hasta en las mentes más programadas para resistir lo inesperado, qué será a los que nada tienen, ni siquiera esperanza.

En estos días que la quietud es obligada y en los que no respondemos como bomberos a lo cotidiano y a nuestros objetivos de trabajo, no dejo de pensar en dos colectivos a los que esta nueva crisis del siglo XXI agrede con brutalidad malsana. Unos, los indigentes sin techo bajo el que dormir por carecer de domicilio, y dos, las residencias de mayores.

De los primeros, qué quieren que les diga, convivimos con ellos desde el principio de los tiempos, siguen siendo personajes invisibles a los que sólo en contadas ocasiones prestamos atención, dejamos unas monedas y vuelven a desvanecerse hacia la oscuridad, y que hoy hasta carecen de la posibilidad de patear las calles en busca de su magro alimento diario, sano o insano.

Sobre nuestros mayores, hoy estigmatizados, pero que un día fueron jóvenes, cuidaron de sus hijos, trabajaron, cotizaron, se jubilaron, y tras la crisis de 2008, volvieron a cuidar de sus hijos y sus nietos con cargo a sus pensiones, para después de una vida de trabajo por los suyos, empezar a menguar las fuerzas y acabar, los que no se quedan en casa tutelados por los suyos, los menos, en centros residenciales para que, esta vez sí, les cuiden hasta el tránsito a lo definitivo cuando la ley biológica dicte su sentencia.

Hace unos días, y a propósito de lo que está cayendo, escuché la palabra triaje de un médico para dictaminar, ante la ausencia de UCI's libres, quién debería ocupar esas escasas camas de cuidado las 24 horas y tener más posibilidades de sobrevivir, y aunque comprendo la lógica de sus decisiones, se encaminan a albergar a los nuevos huéspedes con criterios inversamente proporcionales a la edad de los pacientes. Simplemente aterrador, el sistema, más bien diría el antisistema, genera eutanasia no rogada, desconexión automática de los que, con más o menos goteras, esperaban pacientes a que llegara su momento acompañados de los suyos, y hoy ni siquiera eso, una vez prohibidas las visitas de familiares. Los mayores no acaban en hospitales, acaban en sus morgues particulares, las propias residencias, y solos.

Un buen amigo me mandó ayer un vídeo espeluznante de la ciudad Santa Cruz de Tenerife, que mostraba con música fúnebre la absoluta vaciedad de sus lugares más conocidos. Me salió a bote pronto lo de? cementerio de almas ausentes, supongo influenciado por Ruiz Zafón de su obra El cementerio de los libros olvidados, más no, el libro es ficción, pero las calles vacías son la estampa habitual de nuestras ciudades y pueblos.

No sé cuándo, pero saldremos, y lo primero que tenemos que grabar a sangre y fuego como sociedad es a que estas cosas nunca más vuelvan a suceder, que la Sanidad de la que tanto nos orgullecemos como una de las mejores del mundo, esté suficientemente dotada, que los indigentes tengan cuatro paredes y ayudas sociales, y que nuestros mayores se mueran cuando deben, en paz, y con los suyos. Fernando, vuelve y sigue leyendo.