Decir que me he sentido decepcionado por la intervención televisiva del Rey sería faltar a la verdad. Sólo es decepcionado quien algo espera. Y yo no esperaba prácticamente nada. Y nada ha dado. Bueno: ha dado vergüenza. Vergüenza porque no ha sentido vergüenza propia ni ajena de comparecer a ensartar una serie de inanidades sobre la piel herida, maltrecha y asustada de «su» pueblo. Ha sido sencillamente insignificante: a nada incitó, ninguna esperanza enhebró. Ni se ha atrevido -¡oh conciencia de clase dominante y protegida!- a mencionar la sanidad pública, limitándose a una vacua felicitación a la sanidad española.

¿Podía hacer otra cosa es sus actuales circunstancias, jefe de una familia desestructurada pero bien provista de pensiones, subsidios y amistades tenebrosas? Probablemente no. Pero es que el camino que ha llegado hasta aquí, recorrido por su venerable padre y otros extraños personajes de su egregia familia, le era de sobras conocido. Y si consintió fue por ese extraño, atávico, irracional sentido que hace que una familia propensa a una mala genética física y moral, pueda ser la garante de la democracia a cambio de no apearse de escabeles y doseles. Pero sabemos que supo y que debió saber. Y calló. Cuando habló fue tarde y a remolque. Y metidos en tantas harinas muchos asentimos: hace años que son el mal menor. Pero que esta noche venga a mostrar su estrechez de ideas, su silencio ante la desfachatez y su capacidad para acumular tópicos difícilmente será olvidado.

Ni trajo consuelo ni vistió al desnudo ni asistió al enfermo. No le pedíamos ser ejemplar: solo que no insultara a la ciudadanía con su insignificancia. No pudo ser. Muchas cosas van a cambiar de aquí hasta que el último enfermo del coronavirus sane. Muchas. Muchas más de las que podemos imaginar. Y muchos dirán que ahora no es el momento de remover este tema, que tiempo habrá para preguntarse si hay que remover demasiados artificios acumulados y blindados por la Corona. Sea. No serán los borbones los que pongan prudencia. Pongámosla el pueblo. Pero que sepa el Rey que está en una cuarentena especial, en la soledad a la que le condujo su aquiescencia y su educadísima brevedad de ideas. Y que si ahora no recibe más críticas es, solo, porque su poder se sustenta en el miedo, y que, por lo tanto, vive en la más horrorosa jaula que la ética democrática ha concebido. En esa cárcel puede estar aunque sea inviolable.