Apenas nos ha llegado noticia de su muerte, en medio de esta España ensordecida por un virus. Sin embargo, a don José, todo un maestro, le sobraba relevancia para asomarse a cualquier portada. Quizá ningún escritor de su generación resista la comparación con alguien que, como él, reunía logros y cualidades eminentes. Manejaba una lengua castellana sabrosísima y ancestral, hermoseada por la humildad, cocinada con una receta imposible de imitar. Una lengua que rescataba la belleza escondida en los gestos cotidianos, en las cosas pequeñas, en las personas pobres. Entre sus muchos premios destacan el "Cervantes", el Nacional de las Letras y el Nacional de la Crítica, en narrativa. En cualquier otro país le hubieran rendido honores fúnebres el presidente de la República y sus ministros. Hubiera sido lo justo. Aquí, todos ausentes. Tal vez lo mejor, porque la iglesia de Alcazarén pudo estar llena de amigos. Las inquietudes de don José, muchas y constantes, saltaban de Platón a Maquiavelo, de Pascal a Dostoiewski, de la Inquisición a la modernidad líquida. Su fisonomía interior estaba alimentada y amasada por mil lecturas y otras tantas contemplaciones de obras de arte. En un lugar especial, el Libro de los libros, flanqueado por la gran Teresa de Jesús y el pequeño Juan de la Cruz.

Le recuerdo en el Valladolid de "El Norte de Castilla", en la librería Lara y en su casa de Alcazarén, donde te invitaba a dar gracias por las mañanas que nos son concedidas. Le veo nítido en "El mudejarillo" y "Los cuadernos de Rembrandt". Aprecio su sabiduría y saboreo la verticalidad de su literatura, entre las más sustanciales de las letras españolas de cualquier época. Me parece un hombre clarividente, atento siempre a lo importante, que disuelve el dogmatismo de las ideologías con humor cervantino. Habla como un cristiano esencial, lleno de esperanza y compasión. Su mirada es piadosa, inclinada ante el misterio del universo. Su pregunta por nuestra mísera y milagrosa condición no conoce tregua, igual que su denuncia de la farsa y de sus mandarines. Pienso que un escaso conocimiento del ser humano y de su historia suele producir personajes de ficción que tienden a ser planos, tristes, triviales. Esa deficiencia puede darse en escritores -muy abundantes en España- que dominan la forma y reciben premios prestigiosos. En autores que no sospechan la hondura del misterio humano que se vislumbra, por ejemplo, cuando nos asomamos de verdad a la muerte. Pero, sin esa perspectiva abierta e inquietante, está claro que no habría Hamlet ni Raskolnikov, ni Antígona o don Quijote, por supuesto.

Y tampoco tendríamos la cordialidad maravillosa de Dickens, Saroyan, Natalia Ginzburg, Marisa Madieri o las Brontë. En ese catálogo de autores bien podría figurar José Jiménez Lozano, pues ha cultivado con enorme talento el ensayo, la novela, la poesía y la columna de prensa. Además, de tanto en tanto nos obsequiaba con dietarios esmeradamente publicados por Pre-Textos, donde tomaba el pulso a la actualidad de España y auscultaba el alma de Europa. ¿Cómo veía el panorama? Lo resume en una metáfora tan elocuente como inquietante. Cuando el "Titanic" está medio hundido y en su casco solo se lee "TIT", los pasajeros que se van a ahogar siguen de fiesta, igual que los españoles y europeos contemporáneos, felices con su relativismo y su dieta baja en calorías, sus vacaciones en la nieve y su legislación abortista, su gastronomía y sus redes sociales.