Imagino la cuarentena de Ortega Smith, soñando en su sofá rojigualda que entrena su puntería de comando lanzando cuchillos a una foto del president Torra, que en ese momento de su propio aislamiento, dormitando en un sofá del palacio de la Generalitat, sueña que secuencia el ADN del coronavirus y descubre que el bicho no es chino, sino catalán de pura cepa, como Colón, Cervantes, Lope de Vega y Lorca.

El sueño de Torra es una fiesta, todos bailando sardana y haciendo castellets, así que los cuchillos de Ortega Smith pasan sin rozarle y se pierden en el vacío de todos los sueños.

Se pierden todos los cuchillos menos uno, que va a clavarse en una foto soñada por el matrimonio Montero-Iglesias. Aburridos en su propia cuarentena, están soñando que se fotografían en la Moncloa, felices por haber cumplido su sueño, tras haber firmado la hipoteca de Galapagar, aunque, al mismo tiempo, también su sentencia de muerte como gente fiable.

De repente, uno de esos vientos en espiral que recorren los sueños pasa por allí y desplaza a otro sueño esa foto de la familia real de la izquierda española. Es el sueño que está soñando Felipe VI, que está en casa con su propia enfermedad, guardando la cuarentena del corinavirus. Y, así, medio adormilado en el trono, sueña con esa foto podemita y envidia un poco la felicidad de las familias de la gente del común. Se baña en una dulce nostalgia de la plebeyez hasta que su sueño, bruscamente, se convierte en pesadilla y el corinavirus, que ataca a los Borbones mayores, se lleva para siempre a su padre. Cuando Felipe VI despierta, respira aliviado. Y da gracias a Dios porque, en este mar de despidos, aún nadie se paró a pedir un ERE en la Zarzuela.