La banda sonora de la mañana ha cambiado. Ahora es mi hijo, desescolarizado, el que me despierta. Los primeros momentos del día, de los días de esta virusputada, tienen sabor a fiesta, a rutina quebrada y a inopinada libranza. Ya traerá la tarde los malos augurios, el aburrimiento y una brizna de fatalidad. Desayuno en familia, vivacidad, esa luz de la mañana, los ecos de la radio, la curiosidad de ver qué traen los periódicos. El vecindario que parece agitado, niño que llora. Hay menos ruido de lo normal, menos rumor de coches. Veo pasar un autobús con un solo pasajero. Para colmo es un autobús de esos largos, articulados. Fantaseo con dónde irá ese pasajero, qué clase de urgencia laboral le impelirá a montarse en el bus. Pienso en el conductor, en esa tartera en la que llevará la comida, que devorará en soledad o a un metro de otro compañero. La ducha vivifica y se la da uno como desinfectándose, como frotando más y más. Tal vez enfermemos, pero de esta crisis vamos a salir más higiénicos. Bueno, no sé.

Bajo a la calle. Tengo que ir a trabajar. El estanco está abierto. Incluso tiene un luminoso reclamando atención, recordando que no está cerrado. Pasa una chica joven y rubia en bici. Es tan joven y tan rubia y la bici tan ideal que parece que la han puesto ahí a propósito para que yo la saque en este artículo. Habría sido mucho mejor para mi prosa escribir que pasó un señor con faz de derrota y unos remordimientos del pasado que le impedían caminar erguido. Y que iba con mascarilla y una bolsa endeble, blanca y cutre en la mano. Pero no. Pasó una metáfora de la vida plena dando peladadas. Una tras otra. Continué mirándola hasta que dobló una esquina y se perdió. No se iba a perder en las nubes, claro, qué tontería. Camino rápido y temeroso. La vacuidad es inquietante. Los mendigos resaltan ahora más. No es que haya muchos, es que permanecen en la calle pero el resto de la gente, no.

Veo un pequeño supermercado y pienso que me faltarían tomates y tal vez cerveza. Tendría que haber contado las manzanas que había en casa, pero los árboles (de latas de lentejas o de atún) no me han dejado ver el bosque manzanil, tal vez compuesto por solo cuatro o cinco ejemplares. Decido no entrar. La inacción es una forma de acción. Más tarde, me digo a mí mismo. Después de trabajar. Ni en esta jodida cuarentena espanta uno a la desidia y a la pereza, que son dos primas aviesas que se van de juerga juntas y siempre acaban pegándose a mí. La redacción del periódico está vacía. Como tiene que estar. Los periodistas tenemos que estar en la calle, persiguiendo entrevistados, presenciando sucesos, cubriendo manifas, perpetrando crónicas o viendo la vida pasar para meterla en las páginas o en los informativos. Pero ahora los periodistas están en eso o en casa teletrabajando, así que las redacciones huelen a periodismo herido.

Uno de los grandes atractivos de este oficio, tomar café en la calle a media mañana con los compañeros, se ha perdido. El café ahora es de máquina, de cápsula, en el despacho del director, que tiene un ventanal por el que a veces nos entran buenas ideas. Me voy a mi sitio a teclear e imagino esta redacción llena. Tecleo que imagino esta redacción llena y tecleo que estoy tecleando.

Pero en realidad estoy deseando volver a casa y que no me falten los tomates ni las manzanas. Necesito comprobar si mi hijo ha progresado con la tabla de multiplicar, ponerme luego las zapatillas, abrir una cerveza, magrear el mando a distancia y leer o ver películas luego no «como si no hubiera un mañana», frase de moda y un poco antipática. No. Como si sí hubiera un mañana. Y fuera un día normal.