Ante el riesgo de contagio de coronavirus, Isabel II cambia de palacio y se va a Windsor. Ante el riesgo de contagio del descrédito, Felipe VI no puede cambiar de padre porque, en el oficio monárquico, de él viene toda la legitimidad.

La última de Juan Carlos I es que hizo un capitalito, residenciado en Suiza y con segunda vivienda en Panamá, con influencias en negocios y usando el nombre de España en vano para blanquear dictaduras arábigas. Una demostración de patriotismo económico y fiscal de un Jefe de Estado con ayuda de primos -gitanos y reyes se relacionan entre primos más que el común- y sociedades, ancladas lejos de tierra fiscal, llamadas Zagatka y Lucum (se van a acabar los nombres de tantas que hay).

La crisis del coronavirus ha dado a la monarquía la oportunidad de aminorar la repercusión del escándalo. Preventivamente, muchos medios de comunicación estaban lavándose las manos. Ahora, sin incidir en las causas, se saben los efectos: Felipe VI - beneficiario de una sociedad offshore- renuncia a la herencia de su padre porque no está en consonancia con la legalidad, rectitud e integridad pública y privada a la que se somete y le retira a su rey padre la paga de 194.232 euros. Es el modo de cortar la cadena de contagio.

A Juan Carlos no le bastó con ser el primer funcionario de España y prefirió la iniciativa, como la gente que lleva vida de reyes en los siglos XX y XXI. El rey Felipe parece elegir un empleo fijo con contrato indefinido en un trabajo bien remunerado, sin condiciones penosas y que le permite teletrabajar (oficia fundamentalmente en la tele y se la llevan a casa) y conciliar (pasa mucho tiempo en la vivienda familiar y puede llevar a sus hijas al trabajo). A ver si ni él ni nosotros olvidamos la consonancia.