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Bartolomé Pérez Gálvez

Lecciones aprendidas

Visto cómo anda el patio, no hay otra que ser optimista para sobrevivir al caos. Cuestión de tirar del refranero que, en España, es prolijo y generalmente acertado. Recuerden que Dios aprieta, pero no ahoga. Tengan por seguro que todo acabará volviendo a la normalidad. Eso sí, en el camino vamos a dejarnos la piel a fuerza de tanta jodienda. La del dichoso coronavirus, digo. Y como no hay mal que por bien no venga, vamos a ver si aprendemos la lección y sacamos algún beneficio de esta historia. De algo debería servirnos.

Tiene narices que la sociedad occidental, tan avanzada como encantada de conocerse, muestre la misma fragilidad que en el Medievo. No disponíamos de plan de contingencia alguno para un escenario que, por apocalíptico, acaba por recordar a The Walking Dead. Ya me dirán de qué nos sirve tanta modernidad cuando, al fin y a la postre, otra vez es un virus lo que echa todo por tierra. Aunque los humanos seamos capaces de pasearnos por la Luna o de planificar unas vacaciones en Marte, algo tan minúsculo como este bichito vuelve a ponernos en la picota. Nada parece haber cambiado desde los tiempos de la viruela o de la peste negra. Seguimos soñando con quimeras, mientras olvidamos asegurar las necesidades más primarias.

Poco más de un mes con el puñetero Covid-19 y ya sobran motivos para reflexionar. Deberíamos haber aprendido que los males acaban por ser globales y de poco sirve mirar hacia otro lado. Al final, siempre toca. Recuerden aquellos brotes xenófobos que surgieron apenas se inició la infección en China. Disparar al pianista es una actitud tan estúpida como habitual cuando no se sabe de dónde caen los chuzos. Fueron solo unos días, de acuerdo, pero la cuestión era cargarle el mochuelo a alguien. Avergonzaba escuchar cómo la población asiática residente en España se veía obligada a demostrar su inocencia. Menos mal que somos inclusivos y solidarios ¿verdad? Hoy son ellos quienes dan lecciones de coherencia y nos regalan mascarillas. Por cierto, las mismas con las que especulan algunos malnacidos. Ahora nos corresponde a nosotros, a los españolitos, quedarnos fuera de las fronteras. Nos toca ser los nuevos apestados y probar nuestra propia medicina.

Si el discurso xenófobo tuvo su papelito en el primer acto de esta tragicomedia, el verdadero protagonismo le corresponde a la irresponsabilidad de la clase política. Una vez más, los intereses económicos y partidistas se anteponen a la salud pública. Seguimos sin conocer por qué diablos, mientras se prohibía -acertadamente, por supuesto- el acceso a competiciones deportivas, se mantenía la barra libre para el bichito en fiestas, manifestaciones y demás saraos de expansión populachera. Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) advertía que había que prepararse para una pandemia, en España nos divertíamos pasando gotitas «boca a boca»; bien en el pub de turno, bien al son de una mascletá fallera. Tampoco hubo reparos en celebrar con honores el 8 de marzo, concentrando a 120.000 personas en un Madrid que, ya en ese momento, se situaba a la cabeza europea en el número de contagios. O ese mitin de Vox que empezó a paralizar la vida parlamentaria. Difícil será cuantificar cuántos lodos llegarán de todos esos polvos. Y, por supuesto, nadie se responsabilizará del grave daño producido. España es así.

Nos acordamos de Santa Bárbara solo cuando truena. Pero, en esta ocasión, ha caído el diluvio universal y nos ha pillado con los calzones bajados. Que si tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, que si nuestros profesionales son excelentes? ¡Faltaría más! Sin embargo, a la sanidad española no se le cuida como precisa. Razones hay para temer que el sistema sanitario acabe colapsado o que falten recursos para cubrir las necesidades de los pacientes más graves. Grave situación, como lo es también el hecho de que los profesionales sanitarios se mantengan a pie de obra sin la protección necesaria y convertidos en un vector de transmisión de difícil control. Seguimos siendo los mejores -por supuesto-, pero el deterioro constante de la «joya de la corona» se acabará pagando. Y es que, por más que el detonante sea el dichoso bichito, los males de la asistencia sanitaria no son coyunturales, sino estructurales. No queda otra que aprender a priorizar las cosas serias y dejarse de tanto pan y circo presupuestario.

Tampoco hace ningún bien que a la histeria colectiva -por otra parte, siempre previsible en estos casos- se una la indecisión gubernativa. Las administraciones públicas españolas han tardado en reaccionar y de poco sirvieron las advertencias de la OMS, insistiendo en la inacción de gran parte de los países europeos. Mientras los organismos internacionales insistían en que eran los jefes de gobierno -y no los ministros de Sanidad- quienes debían dar la cara, Pedro Sánchez se mantuvo sin aparecer en escena hasta que el Ibex-35 se desplomó. Bendito dinero. El presidente se pertrechó en un «quiero transmitir un mensaje de tranquilidad» que ya suena tan vacío como inútil, cuando no va acompañado de la adopción de medidas más contundentes. Van llegando, puede, pero son demasiado tímidas, llegan tarde y a cuenta gotas.

Ahora bien, también hay lecciones que merecen el aplauso y justo es reconocerlo. Si algo bueno nos deja el coronavirus es la evidencia de que la comunicación en crisis debe ser dirigida por expertos. El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, ha sido protagonista de una información a priori transparente y fundamentada en criterios científicos. Puede que haya faltado decisión en los gobiernos -tanto central como autonómicos-, pero el tándem constituido por Simón y el ministro de Sanidad, Salvador Illa, merece salvarse de la quema. Cuando menos han transmitido seguridad y, en cierto modo, incluso confianza. Lástima que el momento de aprobar las decisiones dependiera de otros intereses.

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