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Mercedes Gallego

La trinchera infinita

La falta de tiempo cuando se estrenó ha querido que el momento en el que por fin he podido sentarme a ver La trinchera infinita haya coincidido con la angustia por una alerta sanitaria ante la que la reclusión en casa se plantea como la forma más eficaz de frenar los contagios. En la peli de los directores vascos Garaño, Arregi y Goenaga, Antonio de la Torre interpreta a Higinio, un militante del bando republicano que desde el inicio de la Guerra Civil tiene que ocultarse en la oscuridad de un zulo para poder seguir sumando amaneceres. Treinta años pasa prácticamente enclaustrado en un agujero desde el que ve morir a su padre, envejecer a su mujer y crecer a su hijo, pero burlando todos los intentos de los que, procedentes de más allá de las cuatro paredes entre las que está recluido, quieren eliminarle. Una existencia en la que, con todas las penurias que acumula, lo que más conmueve es la vulnerabilidad del protagonista ante la amenaza exterior y la forma en que saca fuerzas de su flaqueza para hacerle frente al miedo y a todas sus debilidades, que no son pocas. En estos momentos todos somos Higinio. Sin saber muy bien por qué, como le ocurría a él, no nos queda otra que correr a escondernos si queremos que la vida siga. Una decisión que no deja de ser voluntaria y que precisamente por ello requiere un ejercicio colectivo de responsabilidad en el que confío que estemos a la altura del momento sin precedentes que estamos viviendo. Pero a nosotros no nos mandan a la trinchera sino a nuestra casa. A la confortabilidad de un hogar en el que, en la mayoría de los casos, disponemos de todas las comodidades para aguantar una espera en la que nos jugamos mucho. Creo que no es pedir demasiado incluso para quienes siguen asociando viajar a la Comunidad con unas vacaciones en la costa. Hasta en tiempos de pandemia.

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