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Tarde y mal

La gestión de la crisis del coronavirus

Es natural que el coronavirus nos cause temor. Se contagia a la velocidad del rayo y el contador de los casos se multiplica minuto a minuto, el mismo lapso de tiempo en que se renueva la información que recibimos sin que sepamos aún cómo detenerlo ni cuál será su desenlace. Se ceba en los más frágiles y no tenemos antídoto para librarnos. Nos preocupan especialmente los abuelos, nuestros familiares o amigos que acarrean otras patologías que convierten su sistema inmunológico en una trinchera. Todos estamos expuestos a la onda expansiva de una simple expectoración en el autobús, en la cola del supermercado o en la oficina; todos podemos alojar el bicho y transmitirlo al regalar un gesto tan cálido y afectuoso como un abrazo o un beso. El contacto físico, la proximidad corporal que caracteriza a los seres vivos es el punto de partida de cualquier enfermedad infecciosa y sabemos cuál es el mecanismo por el que se expande.

Una gripe común tiene un potencial parecido y consecuencias similares, pero ya no detiene un país porque para ella existe una vacuna, como la hay para el sarampión (que para este lado del mundo es inocuo y sin embargo, paradojas de la vida, acaba de matar a más de seis mil niños en África). La vacuna es la diferencia, y también la razón por la que el nuevo virus no entiende de Producto Interior Bruto, de valores bursátiles o de dividendos empresariales, no diferencia ricos de pobres, y si se ha colado en nuestra normalidad es porque probablemente desde el principio hemos subestimado su capacidad de propagación, que es muy alta en un planeta tan interconectado, y las farmacéuticas andarán ahora haciendo cuentas para disputarse la patente de su preventivo. La gente corriente -algunos- ha empezado a acaparar provisiones por si les toca hacer cuarentena; cómo serán de "impulsivas" las compras de los clientes de Mercadona en Madrid y Vitoria los últimos días que la propia firma de supermercados les ha pedido que frenen su impulso. Mientras tanto el sistema saca números de lo que le va a costar la parálisis de la economía. Se cancelan congresos, misas, los torneos de fútbol en los que se habrán depositado suculentas primas y contratos millonarios de publicidad se celebran a puerta cerrada y sin ovaciones. Se suspenden servicios aéreos, se anulan plazas de hotel, se clausuran temporalmente las Cortes y los colegios envían a sus alumnos a casa.

La vida se detiene y lo normal es que asuste tanta distopía sobrevenida, cuando al inicio nos dijeron que Wuhan quedaba a más de seis grados de separación. ¿Por qué no se prepararon entonces las correspondientes contingencias? La nueva versión de los hechos llega tarde y mal. Parece ingenuo seguir sugiriendo calma, pretender que creamos que la situación está bajo control, cuando algunos empresarios ya están pidiendo que el Gobierno les facilite los despidos (de nuevo, en situaciones de desesperación anida la oportunidad de oro para reclamar reformas laborales). Solo desde que en Europa los habitantes han empezado a caer como moscas Bruselas se ha puesto a exigir coordinación y acciones "agresivas" para contener los contagios. Lo fundamenta en una cuestión de salud pública, pero a todos se nos pasa por la cabeza que las medidas preventivas han ido a destiempo y que lo que ahora precipita tanto plan de choque es la constatación de que, en realidad, la verdadera epidemia no es el virus sino el miedo.

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