La oscuridad podría ser uno de los máximos exponentes asociados con el miedo, algo que no nos deja ver el peligro que sospechamos que tenemos delante, que provoca escalofríos en nuestro cuerpo y que no somos capaces de controlar. Desde que nacemos estamos atados a muchos y variados miedos vacuos, entre otros muchos la angustia por lo desconocido, la tensión por las incertidumbres y el desconcierto por las presiones.

Sentimos los mismos miedos que otros animales sin necesidad de aprenderlos, como por ejemplo el miedo a los insectos, a las serpientes o a las alturas y la mayoría de ellos nos acompañan a lo largo de toda nuestra vida, estando esclavizados a ellos por nuestra seguridad.

Se suele hablar del miedo en singular, cuando su verdad esconde un amplio plural, los miedos, ya que nadie es capaz de singularizar esta emoción en un solo acontecimiento o en una sola idea que le provoque temor. Lo cierto es que la mayoría de nosotros sentimos un miedo superlativo a algo por encima de los otros miedos, y quizás por eso tendamos a singularizarlo, como intentando convencernos a nosotros mismos de que solamente hemos de protegernos de uno.

Las distintas épocas de nuestra vida van marcando distancias entre unos miedos y otros, y se adaptan a las edades como trajes hechos a medida. Los que perduran en el tiempo son los que se enquistan y nos vuelven huraños hacia ellos, temiendo enfrentarnos a su despotismo y queriendo esquivarlos hasta en sueños.

Los niños deambulan entre miedos surrealistas, imaginados, sintiendo verdadero pavor a la puerta del armario, a las sombras, a los ruidos de la noche o de la soledad. Los adolescentes, tan atrevidos para casi todo, se han de enfrentar a miedos encapuchados, disfrazados de iguales que les asedian y les incitan, miedos a exponerse ante los demás y, sobre todo, al ridículo, algo que no les cabe en su vocabulario y que es capaz de hacerlos temblar únicamente con evocarlo en sus pensamientos frágiles e inmaduros.

Los jóvenes temen el fracaso, el no dar la talla ante las exigencias de la vida, el miedo a la frustración de no encontrar su camino. Los adultos que han llegado superando los miedos anteriores a una madurez serena, se enfrentan con miedos escurridizos y temen a la ley, al jefe, al paro, al quebranto económico, al sexo. En la vejez todo se concentra, como por arte de magia, en un solo y obsesivo miedo inevitable, el miedo a la muerte.