Confieso, sin el menor propósito de enmienda, mi fascinación, mi somática, casi irresistible atracción -lejos, no obstante, de la ambigua «coimetrofilia»- por visitar cementerios donde se alojan, con mayor o menor pompa y circunstancia, los últimos vestigios de personas y personajes ilustres, de seres que por alguna razón -poco importa cuál sea la moralidad o no de esa razón- han pasado a la Historia universal, nacional o local. Compositores, científicos, literatos, poetas, políticos, actores y actrices, militares, cineastas -e incluso algún que otro asesino en serie- que, una vez cumplido su cometido en este terrenal mundo, se han ganado el derecho de gozar del sueño eterno abrigados en la relativa intimidad de sus tumbas solo alterada por el furtivo visitante. Por si alguno de mis dos aterrados lectores se ha estremecido con este fúnebre preludio, fiel evocador de la Parca que siempre acecha, todavía está a tiempo de suspender la lectura del artículo y arrojar a la hoguera de sus mundanas vanidades la página del periódico que lo alberga o el periódico todo, emulará así la manera en la que mi ya lejano recuerdo de Vázquez Montalbán -trasmutado en Carvalho- gustaba avivar el fuego de su iconoclasta y mordaz chimenea alimentándola con libros. Pero si les alivia, no obstante, tener preparadas las dos monedas que cobra Caronte para la lacustre travesía Estigia, conviene que se las procuren ustedes mismos, yo no llevo suelto. Quedan advertidas.

Bertolt Brecht, sin sus gafas, duerme plácidamente en su última residencia del cementerio de Dorotheenstadt, Berlín, muy cerca de donde también disfrutan del sueño eterno la Fenomenología del espíritu de Hegel, los "Discursos a la nación alemana" de Fichte o El hombre unidimensional de Herbert Marcuse, todos ellos ilustres y callados vecinos del dramaturgo autor de La ópera de tres centavos. Hace unos meses tuve ocasión de visitar la recoleta necrópolis berlinesa acompañado de alguno de esos libros, en formato virtual, por si cualquiera de los huéspedes citados tenía a bien autografiarme esas solemnes obras. Aún estoy esperando, y no precisamente a Godot, que a Samuel Beckett ya lo saludé tiempo atrás en su heterogéneo Cimetière de Montparnasse el mismo día en que las flores de mal brotaban del jardín de Baudelaire. Les decía que a Bertolt Brecht se le ha atribuido, erróneamente, la autoría de un poema del pastor protestante Martin Niemöller, su verdadero autor, titulado Ellos vinieron. Niemöller estuvo varios años detenido en el campo de concentración nazi de Dachau, muy cerca de Múnich, y fue esa experiencia la que le hizo componer el poema aludido. No voy a repetir los versos de Niemöller, que doy sobradamente conocidos por mis cultivados lector y lectora, pero sí advertiré que cuando fueron finalmente a detener al protagonista del poema -que antes había mirado hacia otro lado mientras detenían a judíos, opositores, sindicalistas... porque a él no le afectaba- ya no quedaba nadie libre para protestar, tal fue el grado de suicida apatía del pueblo alemán con el totalitarismo nazi.

No voy a recurrir al cementerio del presente, pero sí recurriré a un presente que puede llevarnos demasiado pronto al cementerio?. si no se toma conciencia de lo que puede pasar en esta irredenta e invertebrada España, si miramos hacia otro lado frente a determinadas actitudes del poder político porque pensamos, como en el poema de Niemöller, que a nosotros no nos afectan. Y como escribía un heterodoxo cargado de socarronería mediterránea, Manuel Vicent, vamos a estar tanto tiempo muertos que no hay por qué precipitarse. Pues eso, no nos precipitemos, pero tomemos conciencia del grave peligro en que se puede encontrar la libertad de información y expresión, la libertad de prensa, a tenor de unas inquietantes y amenazadoras declaraciones que realizó esta semana el líder de extrema izquierda Pablo Iglesias una vez instalado en la Vicepresidencia del Gobierno de España. Qué lejos quedan aquellos asamblearios círculos podemitas que lo auparon desde la utopía a la casta; y qué cerca estamos de que nos acuartelen en la férrea y totalitaria distopía.

«Nuestra democracia será mejor cuando los responsables políticos, los policiales y los mediáticos de las cloacas estén en la cárcel, que es donde tienen que estar»; son «morralla y basura proveniente del franquismo», dijo el domingo Iglesias en un acto del partido de extrema izquierda en Galicia (mientras Junqueras y otros condenados por sedición y malversación salían de su cárcel de papel). Y no es nuevo Pablo en esta plaza, ni mucho menos. En 2014 confesaba en una entrevista a Ana Pastor que «la existencia de medios de comunicación privados ataca la libertad de expresión». ¿Dónde miraron entonces los medios de comunicación, los periodistas, ante esas totalitarias manifestaciones del progre antidemócrata de moda? ¿Dónde han mirado hoy los medios de comunicación, los periodistas, ante el progre ultraizquierdista Vicepresidente del Gobierno? Pero claro, nadie dice nada porque Iglesias se refiere a ciertos medios, a otros periodistas, no a mí, que soy de los periodistas buenos; no va a por mí porque yo no soy de las cloacas; no tengo de qué preocuparme porque yo no he hecho nada malo. Es cierto, no hay de qué preocuparse. El cementerio del silencio en el que se quiere enterrar a esos periodistas malos, a esa morralla, a esa basura, no tiene reservada una tumba para mí, yo soy de los buenos. «Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar». A más ver.