Hace meses, años, nos decíamos: ¿qué tendrá que pasar para que «lo de Catalunya» no sea primera noticia cada día? Ahora ya lo sabemos: una epidemia que se ha arrastrado desde tierras lejanas. No es que la realidad supere la ficción, es que casi no queda realidad. Aunque la ficción tampoco esté demasiado en forma. En fin, es lo que hay. Mañana habrá más miedo, pero, al menos, las noticias van virando en el sentido de que la preocupación económica gana espacio a los análisis de contenido humano: avanzamos en la normalización de la crisis. Es como si las precauciones emblematizadas en el enmascaramiento fueran metáfora visual del neoliberalismo: todo lo que es humano nos es ajeno si no demuestra ser fuente inmediata de una asignación de precio. Y lo más grande es que esta crisis capitalista no es de sobreproducción, sino de infraproducción de esas mismas mascarillas. Necesitamos un selfie total con mascarillas puestas para podernos entender como humanidad globalizada.

En este maremágnum, ¿cuál es el espacio preciso de lo político? Lo ignoramos. Si acaso serán microdecisiones o estrategias fantasmagóricas que se filtran por los intersticios de los fenómenos: la cesión al COI o a la FIFA del futuro, la ambivalencia programada de las proclamas de la OMS, la apelación a no resbalar hacia el pavor, la ignorancia ante lo que sucede tan lejos. Lo único seguro es que los sistemas públicos de salud y la investigación científica es lo único seguro. Y a lo que apreciamos menos en lo cotidiano: ultraderecha es menos impuestos y lo demás son adornos.

Puestas así las cosas, siento una inmensa e intensa nostalgia por hablar de «lo de Catalunya». Para empezar porque me provoca gran ternura escuchar a gentes de la tierra mala, dirigentes del PP, Vox o Ciudadanos, afamados periodistas y juristas, intelectuales, viejos jarrones chinos -de antes de que existiera la gripe- y a Puigdemont, Torra y su colla, hablar del conflicto como si fuera una «cosa», tangible, sujeta a voluntades predefinidas, consecuencia de filosofías políticas reconocidas con afamados antecedentes. Muy poco de todo esto es ya así. Porque lo que es un problema es la ausencia de discursos y relatos que escapen de las vallas alambradas de un pensamiento estático, fosilizado, sobre lo que constituye hoy lo identitario. Y esto no significa rehuir ninguna posibilidad ni adoptar un nihilismo jurídico-político. Hay que hablar de lo concreto, pero intentando que lo concreto se contemple desde otras escalas, desde otros presupuestos. Con los prejuicios actuales no hay solución: ni tanques ni independencia, ni cascos ni barretinas, ni novios de la muerte ni segadors.

Por eso quizá sea una paradójica buena noticia que en el escalafón de las noticias la constitución de la mesa de diálogo se caiga detrás de la epidemia. Ya veremos lo que dice el futuro, ese caballero esquivo y presuntuoso, pero lo mismo habrá que agradecerle el respiro de humanidad y temor compartido que invita a una instintiva solidaridad, salvo a los que precisan que haya barricadas y 155 para lucir su impotencia. Me gusta que se haya constituido esa mesa. ¿Para qué va a servir? Nadie lo sabe. Pero es que, como decía, estos asuntos ya no pueden resolverse en términos clásicos de eficacia y/o inutilidad. Sirve, al menos, para estar sentados. Sentados se piensa mejor. Sentados entran menos ganas de salir corriendo, de empujar, de azuzar. Una persona sentada en una mesa, en tediosas reuniones, hace dibujitos, consulta los chistes del guasap, cuenta sus problemas con el colesterol, deja escapar la mente hacia terrenos libidinosos o lúdicos: no se empeña en lanzar ladrillos, convertirse en un mártir de la causa, sea esta la autodeterminación o el principio de legalidad. La gente, cuando se sienta, se enfría. Mientras estén sentados se detendrá la escalada, se medirán los vocablos, se aminorarán los tonos ofensivos. Eso sólo puede venir mal a los que sueñan con banderas profanadas con las que profanar los ideales de los demás. Y viceversa.

Escucho que los «acuerdos» de la mesa son inconstitucionales. ¡Ya estamos! ¡Pobre Constitución explicada en ladridos de perros incultos! No alcanzo a imaginar cómo pueden ser inconstitucionales acuerdos aún no adoptados. No alcanzo a suponer cómo podrán ser inconstitucionales arreglos adoptados hipotéticamente por un mueble que no tiene reconocimiento constitucional y cuyas palabras de papel a nada obligan jurídicamente. Si algo allí se acordara se debería llevar a órganos constitucionales para que se convirtieran en acuerdos con forma constitucional, y si así no fuera, la Justicia, y no los voceros de la destrucción de la España del diálogo -a la sombra de la Cibeles o de la Sagrada Familia-, dirían si es constitucional o no. ¿Quiénes piensan algunos que son para robarme mi parte alícuota de soberanía, la de usted, la de aquél, la de todos los que no están conformes con canovistas o carlistas?

Miremos con cariño la mesa. Ojalá sea una mesa camilla: entrañable, cálida, pequeña, que obligue a que las rodillas estén en contacto. Estoy seguro de que antes de ponerse a decir cosas serias y algunas tonterías, los dialogantes hablarán del coronavirus, ese animalito sensato que no hace política a base de pegarse con fronteras.