Hará cosa de tres años tuve necesidad de cambiar el teléfono móvil que se había quedado anticuado (el envejecimiento electrónico es velocísimo y obliga a sucesivas actualizaciones) y me dirigí a la compañía a la que estoy abonado. Solicité un modelo lo más pequeño y manejable posible ya que las funciones que le pido se reducen fundamentalmente a hacer y recibir llamadas, pero la amable empleada que me atendió me dijo que eso era imposible. Al parecer, la complejidad técnica que incorporan estos aparatos obliga a disponer de cometidos cada vez más sofisticados y solicitar tales simplificaciones sería tanto como volver a la espada de doble filo en la guerra habiendo ametralladoras. Me resigné escoger un modelo con pantalla táctil (otro engorro para personas de una cierta edad) y la amable empleada me recomendó adquirir uno que no suponía desembolso alguno ya que tenía derecho a ello por el tiempo de fidelidad a la compañía y el volumen de la facturación mensual.

En las economías capitalistas cualquier oferta de gratuidad es observada con desconfianza y expresé mi sospecha de que la calidad técnica del teléfono pudiera no ser la óptima. Y más todavía cuando, en su afán de darme todo tipo de seguridades, me hizo saber que el teléfono era de fabricación china y de la marca Huawei, para mi entonces una perfecta desconocida.

Los de mi generación somos gente cargada de prejuicios y temores absurdos y tenemos ideas desfasadas sobre los comportamientos de los nacionales de otros países. Para nosotros, los alemanes eran siempre eficientes (ya se ve lo equivocados que estábamos cuando se supo de los trucajes de motores en la Volkswagen); los ingleses, altivos y un poco piratas; los franceses, galantes; los japoneses, trabajadores y copiones, y así sucesivamente. En ese orden de cosas, los chinos, aparte de un hormiguero humano, eran dueños de restaurantes y tiendas de todo a cien. Lo que no podíamos prever es que, andando el tiempo, se pusiera en marcha un proceso revolucionario para hacer compatibles la economía llamada de mercado con la dirección política del Partido Comunista. Un modelo de éxito («gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones» como le explicó el veterano líder Deng Xiao Ping a un deslumbrado Felipe González) que ha llevado a la China Roja a convertirse en la segunda potencia mundial y muy probablemente en la primera a poco que no lo interrumpan por la fuerza.

El caso es que salí de la tienda con mi nuevo Huawei y he de reconocer que en el tiempo que llevamos juntos me ha dado un buen rendimiento. El único problema ha surgido con esa declaración de guerra contra la compañía (y de alguna manera contra sus usuarios) por el presidente Trump, que tras acusarnos de intentos de espionaje mundial, ha llegado a amenazar a los gobiernos europeos con la desaparición de la OTAN si no colaboran con Washington. Lo del espionaje mundial no deja de tener gracia después de habernos enterado documentalmente de que Estados Unidos lo practicaba a nivel mundial desde hace años. Quieren ser ellos los únicos que nos controlen. Otra cosa no se explica.