"...cultivamos el saber sin ablandarnos?"

No pasa mucho tiempo sin que me encuentre en algún rincón de la red, en las respetables páginas de un periódico o en las no menos admirables ondas radiofónicas y señales televisivas, a algún político que proclama que hay que hacer la política con emociones, o con sentimientos, o con el corazón, o cosas así. Mi primer pensamiento siempre es el mismo: ¿cómo se va a hacer, si no? Y es que, para bien o para mal -con los años esa duda crece- el ser humano, el animal político, no puede desprenderse de emociones o sentimientos en su devenir, en sus elecciones, en su apreciación del mundo, en sus juicios sobre la realidad, en sus votos o en sus improperios, en su capacidad para el litigio y el acuerdo. No conozco a ningún político que no integre emociones en su acontecer. Y algunos de los que pueden pasar por más fríos, desde Napoleón a Hitler, actuaron como actuaron llevados por sus emociones. Ojalá hubieran sido menos emotivos. Pero si estamos de acuerdo en que lo pasional es inevitable, ¿a santo de qué esta reiteración, esta insistencia? Desde luego son pecados de nuestra época la trivialidad y la redundancia, ¿pero hasta este extremo?

Lo que creo es que estos políticos -también hay periodistas, animadores socioculturales, maestros, influencers y dirigentes de ONG que concurren en la afirmación- lo que quieren decir es otra cosa. Lo que quieren decir es que la parte intelectiva, la razón, para ser más claro, debe reducirse a la hora de hacer política: corazón 1, cerebro 0. No es nueva la cosa. Los primitivos peronistas gritaban «¡alpargatas sí, libros no!». Ejemplos de tal guisa abundan: hasta los emotivistas deberían ser capaces de encontrar las citas pertinentes en libros de historia. La razón es obvia: es más fácil el fluir espontáneo del músculo cardiaco que el rodar de las neuronas, que requieren de un mantenimiento adecuado, de entrenamiento constante.

Más grave es cuando estas opiniones las perpetran gentes de la izquierda. Marx dijo que de la ignorancia nunca salió nada bueno, pero no parece importarles. También ignoran que para naturalezas apasionadas, nadie como la ultraderecha. Uno de los mayores intelectuales progresistas del siglo XX, Bloch, dijo que la izquierda era como un río que, para mantener en buen estado su vida, debía de nutrirse, equilibradamente, del agua cálida de la indignación ante la injusticia con el agua fría del estudio. Pero se ve que con el cambio climático se alteran las costumbres, nos volvemos frioleros y nos conformamos con las aguas termales. Gritos, abrazos, latidos y sollozos: esa es la modernísima esencia de nuestra época. Nunca imaginé que para ser nuevo hubiera que regresar al romanticismo. Estoy pensando en volver a la actividad política: juró que me sé «La canción del pirata» entera; creí que era gimnasia anti alzheimer, pero va a ser que era un manifiesto político.

Desde luego es más fácil indignarse que estudiar. Yo me indigno todos los días. Varias veces. Aunque en pocas se me ocurre derivar de ello un proyecto político. Las razones del corazón que la razón no entiende están estupendas para cosas del amor y la religión, pero en política suelen acabar en catástrofe. Don Quijote revolcado por aspas es de una fuerza literaria sin parangón; pero un político caído por confundir edificios con quimeras es, sencillamente, patético o corrupto, y en su caída arrastrará, con toda probabilidad, a inocentes.

Así que propongo una tregua: antes de cada nueva salida al campo de las redes cargados con la poesía amarilla y redondita del emoticono, con toda su densidad intelectual, sugiero echar una mirada a papeles, experiencias comunes, evaluar los costes económicos, tratar de entender los argumentos del contrario, pensar si existen alianzas sólidas para la tarea y luego, con una cierta suavidad en las formas y energía argumental, formular las propuestas. Es posible que uno desee ser derrotado. Que lo necesite. Que le urja el martirio. Bien: entonces láncese a por lo que sea con lo que tenga. Todo emoticono es poco en esta tarea. Pero sepa el político que tal acción ya no es tal, sino, si acaso, ética. Ética de almoneda y purpurina. Porque en la buena ética, más que en la política, para no devenir en inmoral cantamañanas, se exige usar la inteligencia con mayor fuerza, si fuera posible. Por aquello de que vencer no es convencer. Y ser derrotado tampoco.

Este emicotonismo suele coincidir con la afición por fragmentar la realidad y los remedios a las desdichas. A base de buscar soluciones simples que emergen del corazón, se dibuja un contorno general de la política que oculta falazmente su complejidad. Golpe de pecho a golpe de pecho, se planta en mitad de la ciudadanía la sensación de que la política es absurda, que, grito a grito, es algarabía de intenciones, de promesas irrealizables, de emociones desquiciadas. Unos las usan angelicalmente, otros tabernariamente. Pocos se reconocen en el silencio inteligente hasta que sea la hora de la palabra productiva. Estas formas de promover los sentimientos sugieren un regreso desaforado al mito frente a la creatividad del logos. Pero la democracia se inventó ahí, en esa lucha. Con todas sus inmensas imperfecciones. Ya que estoy, me permito proponer al próximo político emocionado que intente traducir a emoticonos el discurso fúnebre de Pericles, según Tucídides. Está en Wikipedia.