Sobre pocas cosas hay tanta unanimidad hoy en día como en la gravedad de los profundos niveles de desigualdad que se han alcanzado, el síntoma de la enfermedad de un sistema económico capaz de generar los procesos de acumulación de riqueza más formidables de la historia que amenazan la estabilidad mundial. Es algo en lo que coinciden desde el Papa Francisco al Fondo Monetario Internacional, pasando por instituciones multilaterales, universidades y centros de investigación de todo el planeta.

En nuestro país, esta desigualdad es sorprendentemente alta en el conjunto de la UE, tanto si se comparan ingresos como la renta mediante el coeficiente de Gini que lo mide, con una particularidad: España es el país de la OCDE donde más ha avanzado la desigualdad, pero también donde más se ha ampliado la pobreza, un cóctel explosivo que todas las estadísticas, estudios y centros de investigación destacan. Y es que la desigualdad en el reparto de los recursos económicos también se corresponde con dificultad en la participación pública y en el acceso a servicios básicos como la sanidad y la educación, siendo una característica estructural de nuestro modelo social. La larga etapa de expansión económica previa a la Gran Recesión de 2008 amplió la brecha entre las rentas del capital y las rentas del trabajo en la sociedad española, entre empresarios y trabajadores, sentando las bases de un país cada vez más divergente. Posteriormente, el estallido de la crisis y sus devastadores efectos han tenido un impacto particularmente dañino sobre los trabajadores que, en España, tienen salarios de los más bajos de Europa, junto a condiciones laborales particularmente vulnerables.

También las desigualdades en el mundo no paran de aumentar, abriendo una brecha gigantesca en toda la humanidad. No hablamos únicamente de disparidades en términos de ingresos y riqueza, sino también de capacidades, de libertades, de opciones y de futuro, tanto entre las diferentes naciones como dentro de ellas. De esta forma, se está abriendo paso una nueva generación de desigualdades mundiales severas que van a marcar la vida de las personas de manera determinante en los próximos años, de la mano de la crisis ecosocial, los cambios tecnológicos y la emergencia climática. Precisamente por ello, estas disparidades condicionarán la vida de grupos muy amplios de población que se agravarán a corto plazo, como reflejo de los profundos desequilibrios de poder existentes. Esta es una razón importante para evitar que, lo que hoy en día son desigualdades necesitadas de corrección, puedan convertirse en espacios de autoritarismo político, económico y social irreversibles, como se empieza a vislumbrar en algunos estados.

Ahora bien, a pesar de la importancia del fenómeno y de los recursos que se están dedicando para conocer, identificar y diagnosticar con precisión los procesos de desigualdad en todo el mundo, existe un enorme vacío en sus estadísticas y datos sobre desigualdad que incluso prestigiosos economistas como Thomas Piketty, Gabriel Zucman o Emmanuel Saez han llamado «oscurantismo estadístico sobre desigualdad». No es casual que más de un centenar de investigadores de todo el mundo hayan unido fuerzas para generar métodos innovadores de investigación, creando la mayor base de datos mundial sobre desigualdad, con el propósito de proporcionar acceso libre a la más extensa y novedosa base de datos sobre la evolución del ingreso y la riqueza a nivel mundial. En la misma línea y compartiendo las mismas preocupaciones, el prestigioso Informe de Desarrollo Humano del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), que acaba de salir, se centra en el estudio de las desigualdades en el mundo, teniendo el elocuente título de «Más allá del ingreso, más allá de los promedios, más allá del presente», pidiendo cambios profundos en los procedimientos y metodologías de medición.

En consecuencia, se necesitan nuevas herramientas metodológicas de cálculo de la desigualdad mucho más precisas, capaces de detallar distribuciones de ingreso, renta, riqueza y patrimonio para sectores de trabajadores, capas medias y especialmente para los superricos, ya que en estos momentos la información disponible sobre estos sectores ofrece muchas limitaciones. Esto exige ir más allá de las medidas sintéticas de la desigualdad que se centran en una sola dimensión, para incorporar otras variables sociales del desarrollo humano que afectan a la manera como la gente vive.

Pero lo urgente es priorizar la reducción de la pobreza en España, como síntoma extremo de esa desigualdad, combinándola con políticas reales de empleo y de generación de ingresos, sin olvidar programas fiscales redistributivos de carácter progresivo. En este escenario, será importante desplegar mecanismos de planificación estratégica que rompan la transmisión intergeneracional de la pobreza y la desigualdad, implantando metodologías de medición y una cultura de la evaluación que alimente la toma de decisiones, algo prácticamente inexistente. Pero también hay que taponar la fractura abierta en el acceso a derechos básicos, en la equidad, así como en la participación social y política, elementos imprescindibles para construir una mejor sociedad.

Hace tiempo preguntaron al economista y profesor Amartya Sen, creador del concepto del Desarrollo Humano: «¿Desarrollo para qué?». Y contestó: «para las cosas que importan en la vida y para construir el futuro al que aspiramos y nos merecemos como personas». Hoy en día, ese futuro pasa, incuestionablemente, por reducir a fondo la obscena desigualdad.