Todos los días nos vemos envueltos en cientos de decisiones que marcan el ritmo de nuestra vida en constante interacción con la de aquellos que se tropiezan con nosotros. Aunque no seamos conscientes plenamente de este hecho, los acontecimientos varían en función de todo este flujo de comportamientos arbitrarios. Podemos tener la seguridad de que elegimos con plena libertad, pero somos ciegos a la realidad de que estamos sometidos al choque entre las múltiples elecciones de los que nos rodean.

La red de influencias que se genera entre unos y otros determina gran cantidad de momentos que acaban encadenándose, marcando los futuros acontecimientos donde tendremos que volver a elegir. Esta constante y rápida sucesión es la que establece que, entre varias posibilidades de elección, la probabilidad de acertar no está únicamente en lo que nosotros escojamos, porque hay que contar con las opciones que los demás seleccionan.

Si analizamos las decisiones de mayor calado de nuestra vida, pasamos necesariamente por las que marcan un antes y un después. La primera gran elección aparece cuando aún estamos inmaduros, en plena adolescencia, teniendo que conjugar lo emocional con lo racional, llenos de miedos al fracaso y con la cantinela de nuestros mayores velando por que no nos equivoquemos más de la cuenta. Nos enfrentamos al futuro cuando aún no estamos preparados para afrontar nuestro presente y tenemos que optar indefectiblemente por marcar una hoja de ruta.

Las decisiones siempre están ligadas a acontecimientos y la gran mayoría de ellos son azarosos, por mucha linealidad y equilibrio que tenga nuestra vida. Muchas otras están envenenadas, porque nos vemos obligados a tomarlas por no dañar a terceras personas, por temor a unas consecuencias indeseables o por pura cobardía.

Las decisiones más necias son las que tomamos por inercia o porque simplemente no queremos calentarnos la cabeza y pensar en la mejor solución se convierte en un problema. Las más acertadas son las que dejamos de tomar, entre otras cosas porque nunca podremos saber qué hubiera ocurrido de haberlo hecho. Las más arriesgadas son las que tomamos junto con la mayoría, porque nos relaja pensar que la equivocación en masa es menos dañina. Las más difíciles son las que están relacionadas con la propia vida, porque nos condicionan el presente y el futuro y, sobre todo, el estado del bienestar.

Si tiene que tomar una decisión trascendental aléjese de ideas prefijadas, de malos consejeros y del primer impulso. Medite, busque en su experiencia y, finalmente, decida.