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Educación en la verdad

Las similitudes entre la crisis que afecta a España y la crisis de la familia que originó la caída del Imperio Romano

Ya los ciudadanos de la Roma clásica reconocían ("O témpora, o mores") que el cambio de los tiempos muda las costumbres, y seguimos estando de acuerdo con ese viejo criterio. El problema no es ese, sino el que los cambios no sean positivos. En los años cuarenta del siglo pasado se nos enseñaba a los niños una educación basada en valores morales y sociales: patria, idioma, verdad, ley y respeto mutuo. El tema no es baladí. Ya hace más de treinta siglos, es decir, tres mil años en la bolsa de cambios temporales, se reconocía que en China se cuidaba exquisitamente la educación familiar, y de ella nació el modelo de Estado y el de Protocolo, que luego se adoptaron en Egipto y en Roma. La Historia demuestra que la caída del Imperio Romano tuvo sus raíces en la crisis de la familia, como señala Catón el Censor en los diálogos de Cicerón. La crisis que hoy vivimos en España es de similar naturaleza: el papel director del Estado es discutido por las autonomías, que tratan de asumirlo con desprecio a la patria común; el formidable idioma español con el que nos podemos entender 578 millones de hispanohablantes se pretende suplantar por retrógrados apaños dialectales resucitados de la Gramática Histórica; el indiscutible valor de la verdad se desconoce olímpicamente, negando por la tarde lo que se ha dicho por la mañana, con desprecio a los periodistas de los MCS y miedo a las grabaciones y a las hemerotecas, que son testigos del ridículo; las leyes son objeto de las interpretaciones más variadas y absurdas, para tratar de adaptarlas a simples conveniencias personales, retorciendo las normas procesales y distorsionando la semántica de las palabras. Todo se orienta a sustituir la esencia de la política -gestión de los intereses comunes de los ciudadanos- por el "ego" de quienes manejan el poder; es decir, por sus intereses privados. Ejemplos de ese desafortunado proceder los hemos visto estos días en España, Inglaterra, Venezuela y otros países. Ya no tiene sentido distinguir entre izquierda y derecha, porque el busilis de la cuestión es "lo mío", independientemente de la orientación o el color. La razón no cuenta para nada, y la dialéctica se sustituye por el grito y el atropello verbal, que pretenden equiparar razones y pasiones. Un buen orador habla solo en su propio turno, nunca en el suyo y en el de los demás. Como conocido ejemplo de esta situación se puede poner un debate radiofónico reciente, que duró casi una hora, entre un letrado del Parlamento catalán y un radiofonista preparado e inteligente: durante más de tres cuartos de hora el jurista estuvo "mareando la perdiz" con el falaz criterio de que la "inhabilitación" del Sr. Torra como diputado no suponía la pérdida de su condición de presidente de la Cámara autonómica por sentencia del Tribunal Supremo, como consecuencia del desacato a la Junta Electoral Central. Tras un derroche de paciencia benedictina, el periodista aclaró breve y lapidariamente que no procede distinguir entre inhabilitación para la actividad como diputado y como presidente de la Cámara catalana, porque la inhabilitación es "única y genérica para el ejercicio de la función pública", y es aplicable por igual al portero de una escuela y a un ministro del Gobierno, máxime cuando ha sido dictada por el Supremo, que alcanza a todos los ciudadanos, incluso a los que disfrutan de inmunidad parlamentaria. Con independencia de la rigurosa precisión de las leyes, que son las esencialmente determinantes, el idioma español ya proporciona alguna pista particularmente expresiva: la palabra "presidente" (del lat. "pre sedere") se aplica en una asamblea al que tiene el derecho de ser el primero en sentarse, y únicamente podrá hacerlo en el suelo si previamente no dispone de escaño. La Lengua y el Derecho van de la mano. En resumen: la verdad se impone.

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