La última vez que abrí el paraguas para protegerme de la copiosa lluvia, me acordé de cuando era más joven y prefería calarme hasta los huesos, con esa fortaleza que respiras cuando no tienes miedo a nada, un constipado, una gripe o una mala tos. El joven convive con las emociones fuertes y las persigue para su regocijo. Nunca tiene en cuenta las consecuencias de la fragilidad, entre otras cosas, porque se siente poderoso e inexpugnable.

La madurez es mucho más reflexiva. Medir las consecuencias se convierte en una especie de rutina capaz de sobrevolar las emociones de riesgo, pero sin llegar a aventurarse a secundarlas. Lo normal es que la responsabilidad se haga cargo de las acciones y funcione agazapada a sus órdenes. Rehuirla es casi imposible, porque actúa de forma directa sobre la conciencia y no deja paso a la improvisación o al despropósito.

En la madurez no hay mucho margen para la insensatez. Las personas maduras tienden a la prudencia y están atentas a las zancadillas del destino. Si algo trunca una decisión, de inmediato se buscan las alternativas necesarias para salir del escollo. Y, por supuesto, ser prudente también significa ser justo y equilibrado, tanto en las decisiones como en las acciones.

La vejez es más calmada, incluso excesivamente tranquila. El tiempo es parsimonioso y transcurre como más despacio. Un día se cae en la cuenta de que algo ha cambiado en uno mismo. Las emociones se retrotraen al pasado y se recrean en acontecimientos que fueron épicos, confortables o desastrosos. Los recuerdos no siempre son ciertos porque la memoria comienza a flaquear y se llenan los huecos con invenciones animadas.

La vejez cambia los hábitos, a veces a la fuerza. Los alimentos comienzan a perder sabor, el olfato se atasca demasiado, se aumenta de peso y aparece el temido estreñimiento. Pero nada puede con el tesón y la vitalidad del anciano a la hora de superar barreras. Si es hipertenso disfruta como nunca de algo salado a la primera ocasión, si es diabético se pirra por una magdalena al mes y si tiene el colesterol alto peca con el embutido, aunque sea muy de cuando en cuando.

La vejez nos espera sedentariamente, pero de forma implacable. Los impulsos se aminoran y dan paso a la racionalidad. Las responsabilidades pasan a un segundo plano y la familia se convierte en su punto fuerte. Bienvenida sea la vejez cuando se espera con la antorcha de la felicidad en la mano.