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El prestidigitador

En una pinacoteca cerca de París se cuelga "El prestidigitador", obra en la que El Bosco plasma a un simplón espectador embobado ante los trucos de un charlatán, mientras su cómplice aprovecha para birlarle el bolso en presencia del alelado público. La tabla es rica en detalles sobre el embaucador, su ratero colaborador y sus pasmadas víctimas. El personaje central es el cretino que se cree que el trilero le está sacando sapos de su boca cuando es el carterista el que lo hace con sus cuartos, aunque en el óleo comparta protagonismo con los demás destinatarios de esas argucias, que asisten absortos a la patraña.

Por las enseñanzas de esta pintura flamenca no pasan los años. Como en la edad moderna, continúan sucediéndose episodios como este en los más diversos ámbitos, hasta en el político, en el que las correrías de líderes camanduleros en sociedades cándidas siguen monopolizando la actualidad aquí y en la Conchinchina.

En un mordaz opúsculo sobre el arte de la mentira en política que firmó Jonathan Swift, llegó a justificar las falsedades saludables cuando se orientaban a un buen fin. Para él, las comunidades no tienen derecho a la verdad porque suelen ser mentirosas, de ahí que sea siempre más difícil proponer para su gobierno certezas que embustes. En su opinión, como todo el mundo miente, desde los altos dirigentes al pueblo llano, no debe otorgarse a esta cuestión excesiva importancia, salvo cuando se engañe de forma gruesa o indisimulada, algo que sería entonces inadmisible.

Hanna Arendt, que dedicó algunas de sus mejores páginas a este asunto, aseguró sin embargo que los políticos mienten porque quieren que las cosas sean distintas a como son, de donde arrancan los clásicos lavados de cerebro desde el poder que persiguen el absoluto rechazo a la verdad, por bien fundada que esté. En el siglo pasado, la consecuencia de ese lamentable proceder desembocó en la sustitución de la veracidad de los hechos por las mentiras tenidas como ciertas, haciendo añicos el sentido por el que nos orientamos en el mundo real y las categorías de verdad y falsedad que sirven para discurrir por él. Las mentiras, señala Arendt, "resultan más verosímiles y atractivas para la razón que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia espera o desea oír, aunque, en circunstancias normales, el mentiroso sea derrotado por la realidad".

De un tiempo a esta parte se ha generalizado bastante el abuso de la mentira en política, permitiendo a todas horas que falsarios de lo más variopinto hagan de las suyas sin reproche popular alguno, sino incluso con fascinación colectiva en no pocas ocasiones. Para el respetable es irrelevante que algo así suceda, en Estados Unidos o aquí, tanto para opciones de izquierda como de derechas, porque los Ministerios de la Verdad orwellianos ya se encargan a diario de parir consignas falaces que pronto se tornan en conceptos inapelables.

Los prestidigitadores y sus compinches de ahora, pues, insisten en sus fullerías delante de la misma concurrencia crédula e inocente del cuadro de El Bosco, porque ya se ve que hay cosas que no cambian. Ni la revolución digital ha acabado con ellas, sino que las ha potenciado, introduciendo los engaños políticos en las cocinas de nuestras casas sin darnos cuenta.

No obstante, hemos de ser optimistas, pese a todo: la experiencia nos enseña que situaciones como estas no duran mucho. Llega un momento en que hasta los espectadores más candorosos se cansan de tanta filfa prestidigitadora en política y comienzan a demandar líneas divisorias claras entre lo verdadero y lo falso para poder sobrevivir, porque a un Estado no se le distingue de una gran banda de ladrones solo por su noción de la justicia y del derecho, como dijo san Agustín, sino también por el empleo desmedido que haga de las trapacerías.

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