Cuarenta y tres años después de perpetrar la Matanza de Atocha -por parte de un comando ultraderechista- y tras 25 años prófugo, Carlos García Juliá llegó a Madrid desde Brasil para cumplir lo que le queda de condena tras ser extraditado. Todavía le quedan 3.855 días de los 193 años a los que fue condenado por matar a tiros a cinco abogados laboralistas en un bufete de CC OO en la calle Atocha. Ahora ronda los 67. Cuando apretó el gatillo tenía 24 años. Llega a España con un Gobierno de izquierdas, formado por una coalición del PSOE y Podemos, una España muy diferente que dejó y que intentó, a fuego y sangre, impedir que existiera. Una España democrática y, sobre todo, una España donde los sindicatos son agentes fundamentales del progreso. No obstante, declaró que «intentaba ayudar a las fuerzas del orden público a defender la España de la subversión». Un lenguaje que nos trae a algunos discursos peligrosamente actuales, que incluso se lanzan desde determinadas tribunas políticas.

García Juliá asesinó, con otro pistolero, a Enrique, Luis Javier, Francisco, Serafín y Ángel, abogados que luchaban por que se reconocieran los derechos de los y las trabajadoras. La matanza de Atocha confirmó que, por mucho que el terrorismo lo intentase, los demócratas no iban a responder con armas a las armas. La aportación de los abogados asesinados aquella noche, así como la de sus asesinos, pese a que pretendían todo lo contrario, fue la conquista de la libertad. «Sirvió, sin duda, para consolidar el camino a la democracia», explica Alejandro Ruiz Huerta, el único superviviente.

Hoy seguimos reivindicando la lucha social en la que encontramos la misma bandera que alzaron quienes fueron asesinados en la Matanza de Atocha: la de la libertad. Y lo hacemos en pleno auge de los discursos radicales de quienes atacan la diversidad; de quienes nos quieren sin derechos ni libertades. De quienes trabajan con cada declaración para conseguir el consenso alcanzado en estos últimos 40 años.