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Daniel Capó

Steiner El Memorioso

Con la muerte a los noventa años de George Steiner, desaparece una enciclopedia de la memoria. Como lector incansable, sabía que no hay arte sin memoria. Incluso sostenía que ni siquiera es posible un concepto de identidad que no descanse de algún modo en el conocimiento acumulado, el recuerdo de lo vivido, el potencial lingüístico de la gramática y en una intuición de lo sagrado. Lo sabía hasta el punto de la supervivencia, cuando insistía en sus ensayos sobre el papel protector de la memoria frente al efecto devastador de los totalitarismos.

Los milagrosos poemas de Óssip Mandelshtam permanecieron en el recuerdo de su esposa y sus amigos, y así han llegado hasta nosotros. En los campos de exterminio, no fueron pocos los que lograron mantener el equilibrio mental gracias a la precisión de su memoria: la condesa Anna Szell, viuda de Jan Kubelik, se esforzaba por reproducir nota a nota un cuarteto de Beethoven. Se trata, por supuesto, del reflejo de una época ya muerta, periclitada.

A menudo, Steiner, voraz lector, se quejaba de la desaparición de aquel mundo burgués que hizo posible la enseñanza humanística. ¡Si al menos -suspiraba- hubiera unos pocos centenares de liceos que ofrecieran la formación académica que se daba en cualquier bachillerato europeo a principios del siglo XX: latín y griego, la Biblia y los clásicos! El joven Steiner gozó de lo mejor de varios mundos. Desde niño se acostumbró a leer en tres idiomas -inglés, francés y alemán- y se familiarizó con la alta cultura. Más adelante, ya en los Estados Unidos, estudió en la Universidad de Chicago con el mítico Leo Strauss. Gracias a él, uno de los pocos filósofos contemporáneos que ha creado escuela, descubrió que el mejor método de aprendizaje es la lectura lenta y dialogada con los grandes autores del pasado.

A ello dedicó Steiner su vida: Antígona y Lear, Platón y Kierkegaard, Tolstói y Dostoyevski. Leía con un lápiz en la mano, glosando el texto página a página. Fue uno de los últimos mandarines de un mundo, el de la alta cultura europea, que ya no existe. Su elitismo intelectual no era ajeno, sin embargo, a la didáctica de un maestro experimentado. El título de uno de sus grandes libros, Pasión intacta, serviría de motto o lema de toda una vida: las pasiones se transmiten y ninguna hay tan elevada como la que corresponde al saber más puro.

Seguramente la obra de Steiner no se encuentre a la altura de su figura. Fue más un transmisor que un creador; un heredero que un autor. Su trabajo fue iluminar lo evidente desde una cultura universal. Recordar, por ejemplo, que Europa son sus cafés y sus paseos, de un modo en que nunca Estados Unidos lo será. O subrayar -en uno de sus ensayos fundamentales, Presencias Reales- que el arte auténtico exige una noción de lo sagrado. Puede darse un arte creyente o un arte ateo que niegue furiosamente la divinidad, pero difícilmente será posible un arte agnóstico que no afronte -ya sea a favor o en contra- la trascendencia. Su larga conversación con el ontólogo francés Pierre Boutang es reveladora al respecto.

Durante mucho tiempo, los libros de George Steiner seguirán iluminando la gramática íntima de la cultura occidental. Podrá molestar cierta ampulosidad en su fraseo, la contundencia de algunas de sus ideas, la propensión a repetirse en sus últimas obras. Pero Steiner ha sido un sabio y un maestro ejemplar. Y leer muchos de sus libros un auténtico gozo.

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