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El Partido Demócrata de EEUU, ante su mayor dilema

Se enfrentan ahora los demócratas de EEUU a un importante dilema: intentar vencer a Donald Trump con un programa político que allí llaman "moderado", es decir más de lo mismo, o imprimirle al partido un nuevo rumbo, aun a riesgo de perder otra vez las elecciones frente a Trump.

Es la última una apuesta ciertamente arriesgada que requeriría que el establishment dejase de poner trabas, como ocurrió la última vez, a las justas aspiraciones de Bernie Sanders, el más progresista de todos los aspirantes demócratas a la candidatura presidencial, y se volcase en su apoyo.

Un político, el ya casi octogenario senador por Vermont, que se autodefine como socialista, al que allí los medios, incluso la llamada prensa liberal, califican de "extremista" y "radical", pero que en Europa no pasaría de ser un socialdemócrata a la escandinava.

Sanders es el candidato, y esto es importante, de las nuevas generaciones, las que llevaron, por ejemplo, a la Cámara de Representantes a la neoyorquina de origen hispano Alexandria Ocasio-Cortez, una joven legisladora con carisma que le apoya sin fisuras. Pero goza también de fuerte apoyo entre los trabajadores.

Sin embargo, parece temerle la llamada prensa liberal como el influyente The New York Times, que ha apoyado, en inverosímil pirueta editorial, a dos mujeres: dos senadoras que propugnan programas económicos muy distintos: la progresista Elizabeth Warren, que es quien más se aproxima ideológicamente a Sanders aunque sólo aspire a "reformar" el capitalismo, y la más centrista Amy Klobuchar.

Todo menos apostar por el socialista Sanders, que, en la anterior campaña por la nominación demócrata, fue el rival de Hillary Clinton, clara favorita del "big business", del Pentágono y la industria de defensa, así como del "establishment" de ese partido.

Por cierto que, pésima perdedora, la ex secretaria de Estado con Barack Obama, que ha decidido esta vez no probar suerte, no se ha privado de atacar de nuevo a Sanders, declarando en una entrevista que "nadie quiere trabajar con él" y que "no hizo nada en los años que estuvo en el Congreso, donde sólo le apoyaba un senador".

No parece contar nada para la vengativa Clinton el hecho de que en la pasada carrera por la nominación demócrata, Sanders ganara en 23 Estados y se llevara el 46 por ciento de los delegados. Fueron sobre todo las maniobras torticeras del establishment demócrata y los ataques de los medios los que impidieron que aquél acabara siendo el rival de Donald Trump.

Volverá a ocurrir otra vez, no hay que engañarse al respecto: el Partido Demócrata parece no haber aprendido nada y se ha dedicado todo este tiempo a culpar de su derrota únicamente a las injerencias rusas en las pasadas presidenciales sin tratar de ver qué hizo entonces mal y presentar un programa social y económico que se distinga del republicano.

La estrategia seguida por los demócratas en el actual proceso de "impeachment" contra Donald Trump, en el que ha vuelto a aflorar hasta el aburrimiento la obsesión anti-Kremlin del partido, no parece hacer mella frente al bloque monolítico de los republicanos, que apoyan ciegamente al autócrata de la Casa Blanca y a quienes no parecen importar sus continuas fanfarronerías y falsedades.

El programa de Sanders es por su radicalidad, en el mejor sentido de la palabra, el más claro del campo demócrata: sanidad universal para todos a fin de acabar con un sistema como el actual que abandona o arruina económicamente a millones de enfermos, condonación de la gigantesca deuda estudiantil, retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán y Oriente Medio y legalización de la marihuana en todo el país.

La pregunta es si con semejante programa, contra el que continuamente cargan los grandes intereses monopolistas y privados, pueden ganarse unas elecciones en una plutocracia como la norteamericana. Ya hubo un candidato muy progresista a comienzos de la década de los setenta: George McGovern, al que apoyaban sobre todo los jóvenes, pero que fracasó estrepitosamente frente al "tramposo" Richard Nixon.

Lo que ha cambiado sobre todo con Trump en la Casa Blanca no es tanto la arrogancia con la que se comporta en el resto del mundo la superpotencia: es algo a lo que estábamos ya acostumbrados aunque haya alcanzado nuevas cotas con este presidente.

Lo nuevo, y en ello hay que darle la razón al economista y analista político Paul Krugman, es el hecho de que, cuando Trump finalmente abandone la presidencia, no podrá ya nunca más verse de la misma forma la política norteamericana porque el mundo ha tomado conciencia de que en EEUU es posible elegir como presidente a tan poco apetitoso personaje.

Como explica Krugman en declaraciones al semanario francés "L´OBS,", el resto del mundo ha tomado ya nota de que "los acuerdos internacionales firmados por EEUU son simples hipótesis y no contratos, que en el futuro, un presidente de EEUU podrá decidir incumplirlos, que se han legitimado los aspectos más feos de nuestra vida política".

"Siempre ha habido gente con opiniones racistas y antisemitas en EEUU, pero hasta ahora más o menos se reprimían. Ya no", sostiene el premio Nobel de economía, que se dice convencido de que no será posible "volver a meter al genio en la botella". Todo esto es lo que debería estarse debatiendo en el Congreso.

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