En una emisora cualquiera, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo escuché una entrevista sobre juventud cooperante y a dos de sus participantes. Sigo atentamente las entrevistas de este tipo que se hacen en los medios y siempre me sorprende lo mismo: yo, mi, me, conmigo con un halo de entusiasta romanticismo que incide en lo maravilloso de la experiencia, en lo felices que son las y los pobres y en todo lo que nos dan a pesar de no tener nada (esta vez esto último no se ha dicho así, pero era fácil deducirlo). Y más allá de la constatación de que allí no había agua potable, de que había una letrina para 12 y de que no nos damos cuenta de lo que tenemos, nada más. Todo es tan fenomenal y te permite crecer tanto como persona que eres tonta si no te vas tres meses dizque hacer cooperación. Y sin cobrar, como voluntaria, lo cual ya es heroico. Ninguna crítica política. Ninguna alusión al sistema global que permite tales injusticias, ninguna a los mecanismos de una economía liberal y machista que subyace en la perpetuación de la indecencia social a escala planetaria, nada de reconocer que pertenecemos a una burguesía adocenada con nuestra parte alícuota de responsabilidad en esa situación, nada de solidaridad y mucho de caridad, nada de denuncia y de incidencia en transformación real.

Sin irnos más lejos, hace unos pocos días murió en esta, nuestra ciudad, en el Hospital General un «sin techo» cuyas siglas J. A. P. P. era por algún voluntario social conocido. Murió con 59 años y una larga trayectoria de estancia en calle. También hubo otros sucesos de final doloroso en fechas precedentes. Porque son muchos los temas que de primera mano afectan a este colectivo humano «invisible» para la mayoría social alicantina: la precariedad de las instalaciones del CIBE de Cruz Roja, la «dejadez» en cuanto a las viviendas Housing First (la vivienda lo primero) que tanto beneficiaría a los que sobreviven por nuestras calles, problemas de salud mental asociados a problemas de conductas, dificultades para encontrar vivienda, empadronarse y por lo tanto, acceso al resto de servicios/recursos y finalmente, las demoras en los trámites y pagos de la Renta valenciana de Inclusión.

Llevo más de 20 años viajando por el mundo y he visto mucha miseria, mucha injusticia, mucho dolor y muchas situaciones donde la bondad brilla por su ausencia. Y, desde luego, muy poco romanticismo en los paganos y las paganas de estas realidades. Porque nadie quiere ser pobre, nadie quiere que se le trate injustamente, nadie quiere sufrir y nadie quiere que se le hurte la felicidad. He visto mucha opresión, mucha sumisión, mucha resignación y mucha violencia. Y nada de esto es bonito ni por asomo. También he visto, por supuesto, mucha lucha, y esperanza, y sonrisas, y alegría, porque, a pesar de todo, el ser humano ha de sobrevivir, incluso en las situaciones más escandalosamente indignas, y porque su capacidad de resiliencia es infinita. Pero de ahí a hacer de la pobreza ajena un icono sentimental y plantearlo casi como una tabla de salvación ética para quienes nunca vamos a ser pobres, hay una distancia peligrosa. Por eso me duele mi ciudad, porque la apuesta hacia el voluntariado, aun siempre de buena fe en las personas que lo ofrecen, alivia y a su vez enquista los problemas. Porque es la acción de la política la que por misión debiera encauzar y resolver.

Me consta que juventud cooperante e iniciativas parecidas de organizaciones solidarias quieren ir más allá, que no quieren ser un pasatiempo, que pretenden crear conciencia incidiendo en la crítica a las estructuras que generalizan la injusticia, pero escuchando algunos de sus protagonistas confieso que, a veces, me entra la duda.