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Opinión

Educación, patria potestad y democracia

Entre un homófobo y la directora del Instituto de la Mujer, Beatriz Gimeno, que considera la heterosexualidad una anormalidad, hay mucho espacio intermedio para la educación plural y respetuosa. Igualmente, entre un feminismo que abogue por la igualdad y el que reivindica la vicepresidente Calvo, exclusivo y patrimonio de la izquierda, que sitúa la causa de la desigualdad en el capitalismo y el cristianismo (sistema heteropatriarcal), calificativos que comparte el movimiento oficial LGTBI, hay también espacios amplios que podrían evitar una educación de régimen único y abrir la puerta a acuerdos amplios. Porque vistas las posiciones que se quieren establecer como comunes, compartidas y democráticas, se observa fácilmente que no son neutrales y, mucho menos un conjunto de reglas morales indiscutibles y asumidas generalmente. Se trata de dogmas que se quieren establecer al modo en que se hace en los regímenes totalitarios.

Y ahí, en esta radicalización de lo que se quiere hacer aparecer como absoluto, sin más base que la voluntad o el desvarío ocasional o permanente de quienes lo comparten, es donde debe hallarse la razón del llamado «pin parental», recurso de los padres que lo deseen, no obligatorio, ante la imposición ideológica en aspectos morales y religiosos que la Constitución prohíbe imponer. Un «pin parental» que, con diferentes formas, existe en Extremadura y esta Comunidad. Pero, claro, vale o no dependiendo de lo que se enseña, su corrección política y adecuación a la verdad única. Hipocresía y soberbia.

Debe recordarse que el artículo 27,3 de la Constitución establece que «los poderes públicos han de garantizar el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones». Una norma ésta olvidada por el Gobierno que, en franca manipulación demagógica y populista, ha introducido el falso debate acerca de la propiedad de los hijos que, en efecto, no son de los padres, pero mucho menos son del Estado. La norma citada reconoce un derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación moral que deseen, concretamente la que esté de acuerdo con sus propias convicciones, de lo que se infiere que, sin ser los dueños, sí son los que tienen la potestad de decidir qué educación moral deben recibir sus hijos, por encima de un Estado que no solo no puede imponerse sobre esa voluntad, sino que ha de promover ese derecho de los padres facilitando su libre elección. Siendo un derecho, no caben las interpretaciones restrictivas y, por supuesto, tampoco las selectivas, pues quienes quieren hacer obligatoria una moral no dudan en negar la contraria, incluso con el Código Penal. Algo más, mucho más que un «pin parental», pues equivale a criminalizar una ética distinta a la que se pretende dotar de carácter universal y obligatorio.

En resumen, que los hijos no sean de los padres, eslogan del Gobierno y de una izquierda que ignora la Constitución, no significa que no tengan derechos en relación con su educación, correlativos al deber de educarlos y a su responsabilidad (artículo 155 Código Civil) y mucho menos que sea el Estado el que pueda imponer una moral determinada por encima de la que los padres escojan.

El derecho a elegir de los padres, en situaciones que entren en colisión con sus valores morales más determinantes, debe abarcar, por imperativo constitucional, un derecho a negarse a que los hijos reciban una educación en materias que afecten a la moral, en sentido amplio, porque así lo establece la Constitución. Los planes de estudio, como se vio con la Educación para la Ciudadanía, han de ser neutrales y, en caso contrario, debe respetarse el derecho de los padres a oponerse a toda ideologización que atente a sus valores morales o religiosos, pues tienen ese derecho a elegir en nombre de sus hijos por imperativo constitucional.

Los padres pueden optar por un concreto ideario de los colegios -lo que también está en riesgo ante ese fervor confeso por una nueva Formación del Espíritu Nacional-; del mismo modo, por tanto, pueden vetar la asistencia de sus hijos a actividades en materias sensibles cuando sean contrarias al derecho que les reconoce el artículo 27,3 CE. Y el Gobierno tiene la obligación de garantizar ese derecho, no de cercenarlo.

Este precepto, el artículo 27,3 CE, que se aplicó en casos muy contados en relación con el ideario de los centros, hoy adquiere un significado especial cuando se ha producido desde la nueva izquierda (vieja en realidad) una radicalización de ciertas visiones de la vida. Cuando estas afectan al sentido del hombre social y personal, a la familia, a las relaciones humanas en sentido amplio, es evidente que no pueden establecerse como una ideología única y absoluta. Nombrar a Beatriz Gimeno como representante de las mujeres es paradigmático de esa tendencia. Y explicación, entre otras muchas, de la resistencia de muchos padres.

Es tal esa radicalización que no creo que el PSOE acuda a los tribunales. Son ya muchas las sentencias del Tribunal Constitucional que le han negado la razón, la última el año pasado con el asunto de la educación diferenciada. Y son muchas las sentencias que reconocen la pluralidad, que se oponen a una educación única, a una ideología estatal repleta de calificativos y de enemigos a combatir.

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