El 27 de enero de 1945 se liberó del terror nazi el campo de concentración de Auschwitz. Hoy hace solo 75 años. «Si perdemos la memoria, aniquilamos el futuro», ha dicho el Papa Francisco. Si no somos capaces de recordar a todas esas víctimas judías, como nuestras víctimas, volveremos a repetir la ignominia. El recuerdo es la pena. El dolor por esos cientos de miles de gitanos que también fueron perseguidos, y asesinados, por la barbarie humana. Por esa banalización del mal, como bien recordara Hannah Arendt.

Porque se antoja difícil escuchar a una banda de iletrados solicitar la condena de Israel, por sus relaciones con Palestina, ignorando o tachando de genocida al Estado judío. Semejante patraña sólo alimenta a los negacionistas y a los extremos.

Vivimos tiempos convulsos desde el populismo más rancio. Si no nos alejamos de los que traen «soluciones fáciles, a problemas complejos», acabaremos persiguiendo a los que no opinan como nosotros. Que muchos de los dirigentes de los países, elegidos democráticamente como Hitler, estén avivando el discurso antisemita, el discurso anti inmigrante y la aporofobia, crea el caldo de cultivo de la exclusión y la justificación de la eliminación del otro.

Hemos caído en su trampa. En la trampa mortal de escuchar a vendedores de manta con sus retahílas incendiarias. Como si la sociedad necesitara de sangre para avanzar. Como si Europa no hubiera padecido algunos de los totalitarismos más sanguinarios de la historia de nuestra humanidad.

Pero hay que destejer la madeja de la basura ideológica. Tolerar no es imponer. Tolerarse no es pensar en la superioridad moral de una ideología, porque eso lo convierte de facto en un gen totalitario. Convivir supone renunciar para entender al otro. Bajo el paraguas del respeto por la dignidad de cualquier ser humano. En estos tiempos plomizos es más fácil gritar que convencer.

Hay una sangría por ver quién dice la soplapollez más gorda para que sus redes sociales echen humo. Como echaban humo las cámaras de gas de los nazis. Primero se les señala, luego se les prohíbe, más tarde se les elimina. Todos los totalitarismos tienen la misma estrategia de aniquilación.

Hay una oleada de populismos porque nuestras democracias, débiles por su propia naturaleza, han permitido la elección de algunos que prefieren la confrontación como arma electoral. No les arriendo la ganancia. El boomerang de la historia siempre acaba desterrando ese tipo de conductas, aunque su coste sea tan alto para tantas personas.

De la misma manera que aquel pueblo alemán no puede desligarse de haber elegido a un criminal como dirigente, las personas que abrazan los populismos son responsables del infierno colectivo.

Somos responsables de elegir y de «deselegir». Pero dejarse obnubilar por el primer sátrapa vendedor de sueños que nos prometa lo imposible, es lo más parecido a cualquier elección totalitaria.

Sueño con volver a ver una sociedad que no divida entre buenos y malos, sino entre gentes que quieran respetar a los diferentes. Pero para ser tolerantes, de verdad no de salón, necesitamos líderes que lo sean en su vida personal. Si la propia dinámica social aboca al enfrentamiento, a los líderes políticos se les habrá de pedir «sangre, sudor y lágrimas», pero empezando por ellos.

No debe volver a ocurrir no significa que no pueda volver a pasar. La historia de la humanidad ha estado jalonada por acontecimientos que nos han hecho sangrar lágrimas con la promesa de que no volvería a ocurrir. Pero volvió a pasar.

El genocidio nazi es una advertencia para todos aquellos que creen que su bien personal es estar en el poder. Si el poder es para que los demás no cuenten, bórrenme. Prefiero estar con los judíos, los gitanos, los perseguidos. En su memoria, y en la de las generaciones que vienen. Quien salva una vida, salva al mundo entero.