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Francisco José Benito

Aquel curso de mediados de los años 70 compartiendo clase con Mateo

La despoblación rural no se ataja solo facilitando a los pueblos «wifi». Hacen falta planes de desarrollo, agroturismo e inversiones para frenar que los jóvenes se vayan y lleguen familias

Con el paso de los años los recuerdos se van agolpando en la memoria y en los últimos días, coincidiendo con las últimas noticias sobre la aceleración que sufre el proceso de despoblación en muchos municipios pequeños de la provincia, me han venido a la cabeza dos imágenes que tengo grabadas y reflejan bien lo que es la vida en los pequeños pueblos. Una es de mi infancia, no tendría más de ocho años a mediados de los 70. Todos los sábados (entonces la semana escolar se desarrollaba de lunes a sábado a mediodía, aunque con fiesta el miércoles por la tarde) acompañaba a mi padre a la escuela unitaria de Enecuri (Vizcaya), donde el maestro hacía un poco de todo para dar las clases. El aula compartida estaba en los bajos de una pequeña iglesia, el sol entraba por la ventanas y olía a campo. En los pupitres se sentaban todos los niños de aquel pueblo diminuto que ya entonces comenzaba a experimentar aquello a lo que ahora denominamos la España Vaciada. Había escolares de todas las edades entre los 6 y los 12 años y recuerdo especialmente a Mateo, un diablo de 12 años al que veinte años más tarde encontré en el surtidor de la gasolinera del pueblo cuando, un día, yendo con mis padres paramos a repostar y escuché una voz que salía casi del surtidor.

¿Don Joaquín, no sabe quién soy? Era Mateo, y con él el único rastro que quedaba de aquella escuela unitaria y de la vieja iglesia, ya abandonada porque en el pueblo -para ser exactos una pedanía- ya no quedaba nadie. Recordar la sonrisa de satisfacción de mi padre al comprobar que su pupilo más travieso se había convertido en un miniempresario del petróleo todavía me emociona.

La segunda imagen me traslada a Penáguila a principios de los años 90, en plena Montaña alicantina. Andaba yo entonces por la sección de Provincia en el periódico y me subí hasta allí para hacer un reportaje del Jardín de Santos. La entrada al municipio era una carretera estrecha. No había nadie. Avanzaba despacio, despistado, cuando, de pronto, vi encaramado a una farola arreglando el foco a un hombre embutido en su mono de trabajo. «Buenos días, ¿sabe dónde puedo encontrar al alcalde?» Respuesta: «Soy yo, y también soy el albañil, el carpintero y el electricista».

Me han venido a la memoria estas dos pequeñas historias tras conocer que la Conselleria de Educación -gran y hasta romántica decisión- va a recuperar las escuelas unitarias a fin de dar un servicio a esos pueblos de la provincia que, abandonados a su suerte, van perdiendo población por la crisis del campo y porque, también, nadie ha ofrecido a sus vecinos, hasta hoy, otra alternativa por mucho que en 2017 resonase a bombo y platillo un plan del Consell que ahora, tres años después, se vuelve a anunciar.

La pérdida de vecinos y actividad que sufren los municipios de la Montaña alicantina ha acelerado en los últimos 30 años el proceso de despoblación hasta el punto de que en estos momentos trece localidades están amenazadas de desaparición a medio plazo: Alcoleja, Almudaina, Balones, Benasau, Benifallim, Castell de Castells, Confrides, Quatretondeta, Facheca, Famorca, Tollos, Penáguila y Vall de Ebo. Entre todos no llegan a los 2.300 vecinos censados y en muchos ya no quedan niños.

Los alcaldes vuelven a aplaudir la iniciativa de la Generalitat pero coinciden en que hasta ahora las palabras se las ha llevado el viento, y lo importante es que éstas se traduzcan en ayudas y fondos económicos. Agricultura y agroturismo, nada nuevo, pero son dos de las actividades que pueden ser el bálsamo para que estos municipios no acaben enterrados en la historia. Tollos y Famorca no pasan hoy, por ejemplo, de los 60 habitantes cuando a mitad del siglo XX superaban los 200 vecinos.

La dura realidad es que en el 80% del territorio provincial vive solo el 20% de la población. Territorio en el que también hay ciudades, otrora muy industriales, que no se pueden dejar morir.

Pueblos en los que el pan llega cada dos días en invierno (a diario en verano), en algunos el único niño en edad escolar se marchó junto a su familia porque los padres no podían aguantar más; el médico pasa consulta dos días por semana, lo mismo que sucede con las visitas del pescadero y el carnicero. Nunca ha habido banco ni cajero automático. En algunos no hay ni bar, el gran elemento socializador y, por supuesto, las escasas subvenciones no siempre llegan en tiempo y forma.

Poco se sabe de los 20 millones que la Generalitat anunció hace tres años para levantar la moral a los vecinos de estos municipios, la mayoría octogenarios, que ven cómo la falta de oportunidades impide que lleguen familias jóvenes. En los últimos meses raro es el día en el que no nos topemos con noticias sobre la inteligencia artificial o las bondades de la nuevas tecnologías para contar con destinos inteligentes, pero la realidad de estos pueblos es que en muchos no llega ni la señal de internet y se corta a menudo la del teléfono mientras, a tan solo 80 kilómetros, en la costa, se ven en los escaparates teléfonos móviles que en realidad son ordenadores de última generación.

La población española ha aumentado alrededor de un 36% desde 1975. Hemos pasado de un país con 34,2 millones de habitantes a otro de alrededor de 46,9 millones, pero este aumento de la población no se nota en todas las zonas por igual. Durante estos años, en los que el país experimentó una auténtica revolución económica, amplias regiones se han visto también afectadas por movimientos migratorios de gran calado desde las zonas rurales hasta las grandes ciudades, algo que también ha sucedido en la provincia. La población de los municipios de mil o menos habitantes ha caído un 8,9% (142.000 habitantes menos). Han pasado de concentrar el 4% de la población en el año 2000 al 3,1% en 2018.

¿Y dónde se van? Depende en gran medida de su punto de origen. Es cierto que ciudades como Madrid o Barcelona han visto estos años cómo su población se disparaba como consecuencia de los inmigrantes llegados de zonas rurales de otras partes de España, pero también las capitales de provincias o ciudades medianas como Alicante o Elche han experimentado un crecimiento.

Resulta urgente, por lo tanto, y es una obligación de la Generalitat y la Diputación poner freno a esta sangría poblacional que puede acabar dejando nuestros pueblos como espacios fantasmagóricos. Y, aunque es clave, el problema no solo se resuelve llevando hasta Famorca el 5g.

Esta semana, coincidiendo con la feria del turismo Fitur, Finestrat presentaba una aplicación con que la que va controlar al minuto lo que sucede en el emblemático Puig Campana, tanto para el control de los miles de turistas/excursionistas que suben desde la Font del Moló como para la prevención de los incendios forestales. Ese es también el camino.

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