omo dice el filósofo estadounidense de origen cubano Jorge Brioso, los hombres de nuestro tiempo somos en parte como los modernos porque repudiamos el pasado y las tradiciones, pero hemos dejado ya de ser modernos porque el futuro entraña para nosotros más amenazas que esperanzas.

Tony Judt aseguraba que al principio de su carrera tenía que explicar por qué se estaba perdiendo la ilusión en el marxismo, la ideología del futuro paradisiaco por excelencia, pero que en sus últimos años tenía que limitarse a explicar qué era la ilusión, es decir, la capacidad de sentir el futuro como prometedor.

Es cierto que bajo esa crisis del futuro fluye todo un caudal de promesas que nos sobrevendrán por los desarrollos tecnocientíficos. Así que no descartamos la posibilidad de que el mundo, si no acabamos con él antes, llegue a ser mejor en el futuro. Sin embargo, lo que entre nosotros tiene todo el crédito de nuestra cultura es el presente, la actualidad que nos parece una cierta plenitud de los tiempos y que en muchos sentidos ni siquiera estamos seguros de que se pueda mantener en el futuro.

Desde luego que no faltan motivos para estimar nuestro tiempo como muy afortunado y desde muchos puntos de vista. Para empezar, vivimos más del doble de tiempo que nuestros abuelos, cuya esperanza media de vida en el año 1900 era de 35 años. Y otro tanto ha ocurrido con las condiciones materiales de vida en cada vez más sociedades de todo el planeta, o la extensión de la educación a poblaciones masivas y los avances científicos en todos los campos, pero sobre todo en el medico.

Menos conscientes somos de que esa altura de nuestro tiempo se debe en buena medida a todo lo que hicieron bien nuestros antecesores en el pasado, y a que todavía no padecemos las consecuencias de todo lo que nosotros hemos hecho mal y complicará el futuro para nuestros descendientes. Y esa inconsciencia tal vez esté debajo de la sorprendente altivez con la que les juzgamos.

Por ejemplo, cuando se retiran estatuas de descubridores o conquistadores les estamos inculpando personalmente de unas lacras que son más bien las de su tiempo, de manera que lo que repudiamos con tanta ferocidad no es tanto su conducta como su época, como si la nuestra no tuviera las suyas propias. Los propios descendientes de las víctimas se conducen como si sus antecesores no fueran hombres de aquella misma época, con semejantes taras morales, cuando no más cruentas.

Nuestra sensibilidad para con los perdedores es, desde luego, una cierta ganancia, pero nuestra falta de indulgencia con quienes protagonizaron la historia no solo desatiende todo lo que les debemos, sino que es signo de un puritanismo de nuevo cuño que se tiene a sí mismo como la unidad de medida de lo aceptable e inaceptable en cualquier otro momento de la historia.

Esta indisimulable y pueril conciencia de superioridad histórica no solo pone al descubierto hasta qué punto carecemos de sentido histórico, sino que nos configura como unos intolerantes capaces de llevar sus ajustes pendencieros hasta los primeros pobladores del mundo, a los que inculpamos de todo cuanto nuestra supuesta superioridad moral ha venido a declarar inadmisible.

A nuestro lado, y a su pesar, hasta Nietzsche parecer ser un apóstol de la indulgencia compasiva cuando denunció que nuestro delito con el delincuente es tratarlo como si fuera un bellaco, cuando en realidad la vida todos, sobre todo la de los débiles, la guía la necesidad causada por la morfología de las pasiones de su época.

Es cierto que aplicamos a nuestros delincuentes esa indulgencia exculpatoria que más bien los toma por víctimas de nuestros sistemas sociales, es decir, que toma a los delincuentes por víctimas de los demás. Pero para los hombres de otros tiempos nos reservamos la inculpación de responsabilidades personales inapelables por lo que fueron sus épocas. Es decir, hemos exculpado a nuestros delincuentes e inculpado sin atenuante alguno a los hombres ilustres de todas las demás épocas.

Ese rigorismo histórico neopuritano es un fanatismo que se alimenta a medias de la altivez de nuestra supuesta superioridad moral, y a medias de nuestra ignorancia y falta de comprensión histórica. La suma arroja una fanatización del juicio moral que se vuelve tumulto lapidador.

Por eso si un actor ha sido acusado con verosimilitud de abusos no nos contentamos con denostarlo u obligarle a reconocerlo y satisfacer los daños, sino que borramos su imagen de las películas en las que estaba interviniendo y hasta cualquier otra cosa apreciable que hubiera hecho se destruye o se arrincona. Como Stalin con sus colaboradores, vamos cambiando la foto y la historia según sus protagonistas van cayendo en desgracia.

Por lo mismo, nadie osará disfrutar o admirar la voz y la interpretación de un tenor completamente excepcional si hay en su vida aspectos poco edificantes y hasta despreciables. La muerte civil irredimible es el destino de todo el que incurra en una de las nuevas herejías cuya pena es la hoguera alimentada por incendiarios comisarios morales y los medios que los alientan.

Llevamos camino de convertirnos en una de las épocas más estrechas y cerriles por nuestra incapacidad para denunciar el mal sin acabar con el culpable. Toda nuestra supuesta altura moral ha quedado reducida a no consumar su aniquilación física, aunque seguramente no nos parecería desproporcionado que lo hicieran por sí mismos. A tal punto puede llegar la vileza.

¿Quién podrá todavía a la «altura» de nuestro tiempo compadecer a Otelo que consumido por los celos causó la desgracia de la mujer a la que amaba y la suya propia, sin vituperar a Shakespeare por representar un crimen de género racializado y en el contexto de una sociedad patriarcal de mujeres reducidas a la fidelidad conyugal? ¿Y cuánta penetración del mal y de la debilidad humana perdemos por esa incapacidad? ¿Y cuánto buen juicio y sentido histórico nos impedimos?

La altura convertida en altivez nos embrutece.