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Joaquín Rábago

La impotencia de los demócratas

Donald Trump se ufanó públicamente en una ocasión, durante la última campaña presidencial, de que podía disparar a la gente en plena Quinta Avenida de Nueva York sin que ello le hiciera perder votos.

¿A qué grado de manipulación, de desvarío o de simple irritación con el estado de cosas y sus responsables puede haber llegado un pueblo como el norteamericano para llevar a la presidencia de su país a un individuo capaz de tan espantosa jactancia?

Instalado ya en la Casa Blanca y amenazado por el "impeachment" finalmente decidido por los demócratas, Trump declaró que el segundo artículo de la Constitución, que trata del "privilegio ejecutivo", le permitía hacer lo que le diera la gana.

Trump es, como sabemos, el tercer presidente del país en verse sometido a ese proceso de destitución por el Congreso. El primero, en 1868, fue el demócrata y racista Andrew Johnson, que quiso despedir a uno de sus ministros más populares y que logró finalmente salvarse por un solo voto.

El segundo - porque Richard Nixon dimitió antes de sufrir esa suerte tras el escándalo del Watergate- fue el demócrata Bill Clinton, sometido a un proceso implacable por los republicanos, que le acusaron de perjurio por negar que hubiese tenido una relación sexual con una becaria en su despacho de la Casa Blanca.

Esta vez, sin embargo, las pruebas del delito no son, como en el caso de Clinton, una mancha de semen en un vestido ni se trata de dilucidar como entonces si la felación que la muchacha le practicó al presidente equivalía a una relación sexual y aquél había faltado por tanto a la verdad .

Se trata, por el contrario, de determinar algo muchísimo más grave: a saber, si el presidente de una república que se presenta al mundo como modelo de democracia puede comportarse como un monarca absoluto.

Aunque los republicanos intentan comparar ambos casos, lo cierto es que en el impeachment de Clinton estaba en cuestión sobre todo el carácter moral de un presidente que, cogido en una mentira, trató de escabullirse como pudo, pero que al final reconoció su culpa y mostró señales de arrepentimiento.

En el caso de Trump, sin embargo, no se trata de juzgar el carácter de un presidente al que todo el mundo, incluso muchos de los que le votaron, conoce como un ególatra mentiroso, sino su forma de ejercer el poder, claramente despótica y falta de escrúpulos.

La mayoría demócrata del Congreso le acusa de haber chantajeado al joven e inexperto presidente de Ucrania para que su Gobierno investigara la supuesta corrupción del hijo de uno de sus posibles rivales demócratas, Joe Biden, que fue vicepresidente con Barack Obama.

Según testimonios de funcionarios del Departamento de Estado, asesorado por su abogado personal, Rudolph Giuliani, Trump retuvo la ayuda militar ya aprobada para Ucrania por los legisladores en un intento de presionar al ucraniano: claro desacato al Congreso a la vez que abuso flagrante de autoridad.

A la acusación de haber antepuesto sus intereses personales, con la mirada puesta únicamente en su reelección, a la seguridad de un país aliado frente a Rusia y a la propia seguridad de EEUU, se suma la de obstrucción a las labores del Congreso.

Trump ordenó a sus subordinados que no presentaran los documentos solicitados por los demócratas y que ninguno de ellos acudiera al juicio del Senado para que esclarecieran lo ocurrido entre Washington y Kiev, ocultamiento que parece probar su culpabilidad.

Los demócratas se han dedicado mientras tanto a su deporte favorito, que es culpar exclusivamente a Rusia, por sus supuestas injerencias en la anterior campaña, de la derrota de su candidata Hillary Clinton, sin reflexionar qué hicieron mal ellos mismos para que un demagogo sin moral ni vergüenza les ganara la batalla.

Y lo más grave de todo, lo que augura lo peor para la democracia de ese país es que el Partido Republicano esté a todas luces decidido a hacer piña en torno a Trump en este juicio sin que a ninguno de sus senadores parezcan importarle demasiado los continuos abusos de un presidente que pretende gobernar el país como si fuese su propia empresa y se considera en todo momento por encima de la ley.

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