Créanme si les digo que la polarización y la deriva que está tomando la política en España me preocupa hondamente. Cuando uno sintoniza la radio, lee la prensa o ve la televisión (cosa esta última poco saludable para la salud mental), asiste a espectáculos delirantes y a episodios dignos de una novela de Kafka. No en vano, en esta misma sección ya hemos hablado en dos ocasiones del genial autor nacido en Praga, pero que escribía en alemán. Como siempre les digo cuando lo hago, no está bien citarse a uno mismo, pero me permito recordarles los artículos aparecidos en esta misma sección sobre El proceso (12 de octubre de 2018) y La metamorfosis (20 de septiembre de 2019).

En esta ocasión, las reminiscencias kafkianas del solar patrio, unidas al temporal que ha teñido de un blanco níveo el interior de nuestra provincia, me ha traído a la cabeza otra obra, quizás la mejor si se pudiera establecer ese ranking, del genial bohemio: El castillo (Das Schloss), publicada póstumamente en 1926. El proceso y La metamorfosis son novelas muy profundas e imbuidas de unos tintes de tristeza muy complejos; sin embargo, no tocan el corazón humano con la angustia existencial con que lo hace la última e insondable obra de Franz Kafka.

El castillo narra la historia de K, quien dice ser un agrimensor, enviado por algún desconocido, para realizar una tarea que nadie acierta a comprender, al castillo que también resulta ser algo inaccesible. La novela transcurre sin que lleguemos a averiguar lo que se supone que K debe conseguir; al contrario, la narrativa deriva hacia una sustantiva frustración, en la que Kafka nos muestra a K intentando, una y otra vez, progresar en su trabajo, pero sin conseguir traspasar siquiera los nevados alrededores del castillo.

La novela arranca con la llegada de su protagonista, K, al pueblo que se yergue a la sombra del castillo, que también lo gobierna. El lugar está cubierto por la nieve y envuelto en la niebla, de modo que ni un solo rayo de luz delata su presencia a los que se acercan a él. La descripción que Kafka realiza del escenario es fuertemente evocativa: el lector se halla inmerso en una región inhóspita y siente, en su fuero interno, hasta la dificultad física que supone moverse sobre la nieve.

Con todo, a pesar de que gran parte de la trama se dedica a describir la pugna que K mantiene para que las arrogantes autoridades del castillo lo reconozcan y le franqueen el paso, sería un error reducir El Castillo a una mera descripción de la lucha contra la burocracia, tanto como lo sería interpretar El proceso como el simple relato de un juicio injusto. Esas lecturas tienden a simplificar y trivializar la verdadera intención de la obra de Kafka, que nos habla de las cosas más sencillas pero más esenciales para el ser humano: la soledad, el dolor, el respeto, la comprensión o el sexo.

Además, al contrario de lo que se pudiera llegar a pensar, Kafka nunca fue una persona comprometida políticamente. Como judío, se encontraba aislado de la comunidad de habla alemana de la Praga de su época, pero como intelectual estaba alienado por sus raíces hebreas. Simpatizaba con las aspiraciones políticas y culturales del pueblo checo, pero su relación con la cultura germana siempre dominó esas simpatías, provocando en él un aislamiento social y un desarraigo que contribuyeron notablemente a la infelicidad que arrastró durante toda su vida.

Ese desarraigo que experimentaba Kafka, es el que sentimos muchos, incluso los que en algún momento hemos participado en política de forma activa, cuando vemos como los partidos políticos se dedican a inventar polémicas que sirvan de cortina de humo para ocultar que muchos de sus miembros, salvo muy honrosas y contadas excepciones, no tienen otro objetivo en el ámbito de su gestión que no sea el de perpetuarse en el puesto.

La última de esas polémicas ha sido la del llamado «Pin parental». Pero lo más curioso es que el debate en torno a esta medida ha surgido al tiempo que otras cuestiones que amenazaban con enturbiar más, si cabe, el confuso panorama político nacional, en especial a raíz del nombramiento como Fiscal General del Estado de la ex ministra Dolores Delgado, cuando la medida del Gobierno Murciano fue incluida en la Resolución de 29 de agosto de la Secretaría General de la Consejería de Educación y Cultura. Hace muchos meses, como pueden comprobar.

Confrontación política inane aparte, lo cierto es que hay dos hechos incontrovertibles: el primero es que los padres tienen la obligación y el derecho, recogido en nuestra Constitución, de educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones. El segundo es que en la escuela, además de los contenidos curriculares que se imparten, también se deben trasmitir los valores que la propia Carta Magna recoge.

No cabe duda que los padres quieren lo mejor para sus hijos y, por supuesto, que los profesores desean lo mismo respecto de sus alumnos, por lo que no debemos permitir que estas diatribas rompan la mutua confianza y el respeto que debe existir entre ambos. En el caso de la Región de Murcia, el artículo que el Gobierno pretende impugnar, incluido en la Resolución mencionada, en ningún momento cuestiona al profesorado. Lo que indica es que «...de las actividades que vayan a ser impartidas por personas ajenas al claustro -se dará conocimiento a las familias- con objeto de que puedan manifestar su conformidad o disconformidad con la participación de sus hijos menores...». Si este precepto es ajustado a derecho o no, lo dilucidarán los tribunales, no los tertulianos de uno u otro signo.