El Molt Honorable president de la Generalitat, Ximo Puig, se equivocó al poner el foco en los partidos de derechas al referirse a la manifestación que el día 18 de enero llenó literalmente Orihuela de familias. Desde la organización se puso mucho empeño en deslindar la presencia política del verdadero espíritu de la convocatoria. Como personas podían, y debían si así les parecía pertinente, acudir, faltaría más; pero no ostentarían protagonismo alguno en cuanto políticos, salvo el que los medios, libremente, les quisiesen otorgar. Y en gran medida lo respetaron escrupulosamente. No fue, como se empeñan los tramposos, una manifestación de la derechona. Bueno, alguno habría, claro, como socialistas con puestos oficiales y carnet (estos sí, más preocupados por su gente que por su cargo), podemitas y apolíticos. No singularizo a ningún partido más a la derecha del PSOE porque ya se sabe que todos entran en la categoría de fachas, comodín este con el que la izquierda establece una mínima economía lingüística que nos alivia un poco de la jerigonza inclusiva, pertinaz matraca con que se nos aporrea constantemente y que tan farragosa y agotadora resulta.

Tampoco estaba particularmente motivada la convocatoria por un odio africano al valenciano (desconozco si esto es un giro afortunado o un ejemplo de rancio supremacismo blanco heteropatriarcal o una frase racializada como los nombramientos del gobierno). De hecho, alguno de los presentes en la protesta escribe textos escolares en catalán. No es el rechazo al valenciano lo que nos anima, aunque sí parece que sea arrinconar al español el último fin de esta innecesaria y perjudicial ley.

Mire, Molt Honorable, esto no es reciente, viene desde la Constitución. En un juego de cesiones al nacionalismo se decidió elegir la fórmula «castellano» que, ¡oh, sorpresa!, dejaba ese tufillo centralista e imperial de lengua impuesta sobre las demás. La lengua de los castellanos. En Francia es el francés, no el rosellonés, ni el franco-provenzal, ni el galo, ni el gascón, ni ningún otro; ¡córcholis, cuánta singularidad singular en la jacobina Galia! Paradójicamente, el mal llamado castellano nace a orillas del Ebro, por obra de vascos (vaya, qué contradicción. Por cierto, los mejores escribanos de la España imperial) que intentaban expresarse en el latín degenerado de la época según nos cuenta Pedro Zabala. Nos recuerda asimismo que fue en San Millán de la Cogolla -La Rioja, no la Castilla de los Reyes Católicos-, donde se escribieron las primeras palabras en román paladino y eusquera. Quizá tanta insistencia en llamarlo castellano y no español no sea inocente del todo. Por cierto, le refresco la memoria: en Francia, la de mayo del 68 tan caro a la progresía, la de la libertad, la igualdad y la fraternidad, no se otorga a ninguna de sus lenguas regionales protección similar a la que tienen en España, porque consideran al francés el principal vehículo de integración ciudadana. O sea, que la existencia de una lengua franca que identifique al Estado y que procure unidad a la nación y posibilidad de entendimiento a sus habitantes no es una rémora franquista ni dictatorial, salvo que consideremos así a nuestros vecinos, otrora referentes de nuestros sueños de apertura y democracia. Y, por cierto, ellos se pasan las recomendaciones del Consejo de Europa por el forro del Arco de Triunfo.

Señor presidente, las redes se han llenado de improperios y bajezas contra los ciudadanos que nos pronunciamos el sábado. Despreciando la realidad, algunos analistas quitan relevancia al número de asistentes y parece que a la mayoría les une considerar a la Vega Baja una rareza. Para ellos, y sospecho que para usted, somos valencianos por casualidad.

El Estatuto dice que la lengua propia es el valenciano, siendo el castellano (para mí español) solo oficial. Según el INE el valenciano es la lengua materna del 35,2% de la población de la Comunidad, deduzco que casi el 65% de los valencianos somos una anomalía y tenemos una lengua impropia. Somos una especie de aberración u originalidad etnográfica como los irredentos habitantes del Bajo Segura. La neolengua de la izquierda radical ve eso como un problema y esta ley pretende transformar el mapa lingüístico por razones exclusivamente políticas, nunca educativas.

Quizá ha llegado el momento de situar el debate en un punto más cercano a la realidad y dejar los complejos para buscar un acuerdo sincero y perdurable, que desde luego no pasa por las imposiciones que el nacionalismo ha ido inoculando en la sociedad apoyándose en la pasividad y la desidia cómplice de la clase política e intelectual. La soberanía recae en el pueblo español y no es divisible. No se pueden trocear derechos ni deberes que lo son de todos por igual, las excepciones generan privilegios y desigualdades. Todos los españoles (no los territorios) tenemos el deber de hablar español y el derecho de hacerlo junto con las otras lenguas del Estado.