Hace algunos años, en clase de Sociología, el profesor preguntaba a sus alumnos qué es el poder. -«La capacidad de hacer algo», decía un alumno, -«¡No!», -contestaba el profesor. -«La facultad de decidir», decía otro. -«¡No!», -«La capacidad de mandar»? -«La disponibilidad de la fuerza»? Cuando, tras varias negativas, había sembrado suficiente desconcierto y desazón, el profesor resolvía el enigma con palabras enérgicas: «El poder es... ¡lo que yo diga que es el poder!». Se extendió entonces un rumor de protesta por el aula, en el que se fueron destacando voces individuales más claras. -«¡Hombre, eso será si tiene usted razón!», -«Bueno, pero no vale cualquier cosa que diga», -«Vamos a ver, el poder será lo que sea, aunque diga usted otra cosa», y otras reacciones parecidas. Entonces sentenció el profesor: «¡El poder es lo que yo diga, porque soy yo el que manda aquí, y al que diga otra cosa lo echo a la calle y le suspendo el curso!». Se hizo un incómodo silencio. Al cabo de unos momentos sonrió ligeramente, y añadió: -«Esto es el poder, lo que habéis sentido ahora. El poder no se define. El poder se siente».

Una mujer se despierta en la noche, ve una luz encendida y grita: -«¡Mafalda! ¡Apaga esa luz y duérmete de una vez, que son las doce y pico». En la viñeta siguiente la niña apaga la luz y refunfuña: «¡Horas extras!¡Además de ser la madre de una todo el día, encima hace horas extras!».

Aquellos alumnos salieron de clase con ideas claras sobre el poder; Mafalda reconoce la autoridad de su madre. Uno se apoya en el ejercicio de la fuerza; la otra, en el reconocimiento de la especial dignidad de quien la ostenta.

Asistimos estos días a una confrontación entre el poder del Estado y la autoridad de los padres, que rivalizan por la formación moral de los hijos en asuntos de género y sexualidad. El Estado, que tiene todo el poder, no se da cuenta de que no es un padre ni una madre, y de que, con todo el poder que tiene, nunca ha educado a un niño, y nunca lo hará, porque carece de la autoridad necesaria. Por eso han fracasado todos los intentos de sustitución de la familia por parte del Estado. Totalitario, siempre. O con vocación de totalitario. También en este caso, en que se nos dice que se trata de valores comunes, democráticos y constitucionales. Porque no es verdad. No son comunes, porque no los comparte toda la población -ni siquiera una porción mayoritaria. No son democráticos, porque impone los valores del ideólogo a quienes no piensan como él. Y no son constitucionales, porque expropia el derecho de los padres de educar a sus hijos de acuerdo con sus propias creencias.

Para educar a un niño hace falta, en primer lugar, amarlo. Amarlo con un amor personal, oblativo, generoso, desinteresado. Y hablarle de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal. Por eso es la familia la más amable de las creaciones humanas, porque su único interés es formar personas civilizadas y felices. Sólo ella transmite con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida. Y no sólo de orden individual: virtudes sociales tan importantes como la justicia y el respeto a los demás se aprenden, sobre todo, en la familia. Y también el ejercicio de la autoridad y su acatamiento. La convivencia familiar es una enseñanza incomparablemente superior a la de cualquier razonamiento abstracto sobre la tolerancia o la paz social.

William Bennett, tras una larga experiencia interviniendo en la formación de los jóvenes -como secretario de Educación y como comisario nacional del Plan contra la Droga en los Estados Unidos- llegó a la conclusión de que «demasiados chicos son víctimas de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas», para concluir: «Debemos hablar y actuar en favor de la familia: después de todo, la familia es el primer y mejor Ministerio de Sanidad, el primer y mejor Ministerio de Educación y el primer y mejor Ministerio de Bienestar Social».